domingo, diciembre 19, 2010

DE LOS DOS INFINITOS...


*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu/main.php





Meditaciones matinales*



I


Aupados en el tiempo ensayamos una y otra danza, nunca definitiva, para dejar nuestra impronta en él. Los logros no son más que infinitamente pequeños, como saltitos, como la lluvia con sapitos y se evanescen, se esfuman.
La inmensidad que nos contiene, a su vez, nos abruma. Viene a mí la imagen de Pascal, las de los dos infinitos y de la frágil caña que nace desde ellos. Frágil caña, insiste. Consciente pleno de su finitud entre lo macro y lo micro, el humano se debate, se intenta, como el eterno Sísifo. Una y otra vez y otra vez.
En medio de esa desesperación existencial, ensaya bocetos y los eleva a su enésima potencia y, en variados casos, los dogmatiza. Desea dejar una señal de su paso.
Todo el universo conocido y desconocido se encargará, y no como deber, de triturar todo. Es la misma dinámica que lo hace sustentable y, a la vez, demoledor.
Son las dos caras del universo. Se puede también decir: aspectos, modalidades, formas de ser. Se puede, además, mencionarlos como creación-destrucción, dialéctica, lucha de opuestos o de contrarios.
Esto esta dicho, desde hace milenios, por seres de diversas culturas y latitudes del mundo conocido. El hecho de estar dicho y de haber sido percibido por algunos, no significa que se tenga totalmente asumido como humanidad.




II


Lejana, la palabra me mira, se sonríe y espera. Ocurre que toda la espesura que derrama el vértigo y ciertos acontecimientos de la vida, no dejan percibirla. Mas, ella esta. Lo sé porque siento su latir, su espera de la madurez, su no reproche. Sentir esto no es inusual para los que estamos prestando atención a su estar.
También, es cierto, la necesaria quietud para que su sonido nos habite.
Quietud para degustar la palabra.

El vértigo nos agota. Nos hace querer todo aquí y ahora.

Estoy contemplando el patio de nuestra casa. El verde, de distintos matices, lo cubrió. Digo "lo cubrió" porque, al venir a vivir en ella sólo persistían dos o tres plantas. De césped, nada. Alguien de la familia dijo: te comprás unos metros de césped y lo cubrís. En un día tenés césped.
Nada dije. Observé el patio. Había retazos, islitas de césped, variado por cierto, en los bordes. Y lo empecé a trabajar, a ayudar. Me da placer observar, en el día a día, el crecimiento de las hierbas y sus hermanas mayores. Disfruto ver, descubrir el ritmo o, si gusta más, la cadencia de
las plantas y de las hierbas. En dos años, el patio cambió.

El vértigo nos agota. No enriquece. Exige. Y habla de cambios que sólo aturden. Tritura todo. Tritura nuestra propia identidad. Nuestro entorno.
Son cambios que sólo profundizan el grado de dominio y explotación del otro.
Cambios que sólo tienen en cuenta el consumo de tecnología. Una frase que resume la idea: "Si no tenés internet no existís".

El sosiego necesario para percibir el sonido, la presencia de la palabra, de esa palabra que se revela en lo cotidiano.

Uno no puede dejar de ver que esto del alto consumo tiene y tendrá su impronta en la sociedad. De hecho hoy se toma como patrón, para valorar un país, sus niveles de consumo. Y no importa qué consume. Lo importante es que consuma.

En el patio hay dos casales de tacuaritas. Ellas se ubican en huecos que encuentran y acondicionan para anidar. En invierno están menos activas pero, cuando el sol aprieta, habitan el patio con sus trinos. Y nos cubren la mañana.

Vértigo y consumo van de la mano. Es por la competencia del mercado y el estar al día.

El árbol de la vida -ginko biloba- abrió, hace un par de meses, sus frescos dedos verdes. Ha crecido, unos centímetros, su estatura.
El mundo, para los que tienen el real mango de la sartén, es un gran mercado. En todo de todo se puede hacer negocio. No importa qué o cuál pero siempre logran crear o modificar leyes para hacer legal sus actividades. No interesa el medio ambiente, contexto o cultura: importa el negocio.

El aceleramiento de las partículas produce su desintegración. El vértigo, el ya, produce lo mismo en el individuo y su contexto. Entre otras consecuencias, produce anomia. Es decir, no reconocimiento de sí mismo.


*De Cacho Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar











Sueño de minotauro*



En el alma de todo minotauro
late un anhelo de cielos entreabiertos,
un deseo implacable
de no ser el guardián de la penumbra
ni el habitante horrible del silencio
apenas quebrantado por el eco
de sus propios -circulares- pasos.


Quizá sueñe con ser -en su delirio-
la forma intemporal del laberinto.



*De Sergio Borao Llop. sergiobllop@yahoo.es





ELLA*


“Estoy tan liviana sin ti, que necesito el peso de tu cuerpo
Como la rama del puñado de plumas para poder cantar.”
BEATRIZ ZULUAGA



En ella caben todas las mujeres de este mundo
Las resguarda. Las abraza. Las ama. Las odia, a veces.

Está la que muerde la mítica manzana... y la escupe.
Está la que se cuelga de la costilla rota.
Está la gata que come uvas verdes y camina.
Por la cornisa de una hoja de tilo.
Está la enamorada de la piel del mar.
Dentro de una botella.
La que muerde la copa con sus piernas entre vahos de hombre.
Está la mujer de tiza, la de cal, la de humo.
Está María. María luna. María Buenos Aires.
María María. Maria madre. María hija. María padre.
María dulce. “Dulcísima. Dulce”
Como una naranja. Como un durazno.
María. María Triste. Tristísimamente triste.
Como un pantano. Como una lágrima.
Como un verde enterrado.
Está Yerma, con su primavera acuchillada.
Está la niña del guardapolvo almidonado.
De abrazo sollozante. De cedro y candelabro.
Está Soledad, sentada a la sombra de su padre.
Sola, como un dromedario o un cementerio.
Atrapada por la sacrosanta lengua de lagarto.
Está la que enciende sándalo entre las cenizas del incesto.

Está la amante que odia el día.
Que ama la noche atrapada en sus cuerpos.
Y el hombre la desnuda como la ruda macho.
Y ella invierte su lengua como la ruda hembra.
Está la que lucha con las pequeñas muertes.
Con la cebolla. Con el reloj. Con pañales de trapo.
Está la enemistada con el dios de barro.
Con las tumbas. Con los ojos huecos. Con la piel tumefacta.
Está la que desafía los límites.
Está la Sacerdotisa de la sal.
La de espalda arqueada. La de cosecha nula.
Está la fecundada por la aurora.
Con un pecho hecho asombro y otro, duda.
Arándanos blancos y caderas de cedro.
Están las meretrices, de corales negros y medusas.
Está la que la que lava la ropa con ceniza.
Y la blanquea con sudor y lágrimas... y canta.
Está la que no ha bebido la sed, pero desea el agua.
La que rastrea gotas en la lluvia.

En ella caben todas las mujeres del mundo.
Todas. Menos yo.



*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar







HILANDO CONCLUSIONES*


Se notaba muy enojado, venía de una discución con alguien que le había cerrado las puertas en las narices.
- Esta falta de comprensión me saca de control. He llegado a una conclusión: todo aquel que te brinda una ayuda lo hace en la espera de algún rédito.
- No siempre, - le aseguró su amigo que muchas veces lo había salvado del precipicio, en especial, en lo financiero.
- Tengo razón, - afirmó con vehemencia, - si te dan algo, todos esperan alguna retribución.
El otro quedó en silencio mientras comenzaba a buscar en su interrior qué rédico había esperado sacar de sus acciones humanitarias sin lograr encontrarlo mientras que en catarata acudían a su mente todo lo que había perdido tratando de que la gente que apreciaba saliera a flote. Sus cavilaciones lo hicieron sonreír.

¡Vaya, -pensó, -qué inteligente fui dando de comer en plato de oro a todo un enjambre de humanos híbridos! Cuando llegue a casa cerraré con doble llave la puerta que abrí sin malicia al mundo necesitado.



*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar









PASTEL DE NATA*


A mi tía Josefina Díaz Entralgo



Hay quien dice que Dios no juega a los dados, que vengan y me lo repitan ahora, después de lo que acabo de vivir.

Me encontraba en la paz de mi hogar, con una de esas amigas que nos tocan por karma, de las cuales no sabemos ni cómo nos las ganamos ni cómo podremos desembarazarnos de ellas. A veces se pierden un tiempo y decimos “ya, nos libramos”, pero qué va… cuando menos lo esperamos, cuando decidimos tomarnos una tarde libre para escuchar música bien bajito y leer ese libro que estamos aplazando, nos tocan el timbre y nos anuncian que vienen para quedarse a cenar.

Para colmo, esta amiga es pavosa en toda la extensión posible de La Pava. Gafe a la máxima potencia. Hay que tener mucho cuidado con ella, porque llega observando todo y si descubre algo nuevo, digamos, mi equipo de audio – el que había encendido para escuchar música bien bajito -, me suelta “¡Qué reproductora más soberbia!”, añade “Ojalá que la disfrutes, porque a veces salen un poco falsas”… Y ahí mismo, el equipo deja de funcionar. Es de aquellas personas a quienes les comentas que tienes una salud de hierro y terminas ingresado, o a quienes les dices que en la cama con tu marido te va de maravillas y te tornas frígida de la noche a la mañana. Una vez, error imperdonable que no tiene vuelta atrás, le dije que en mi familia todos eran longevos y sé, desde entonces, que me aguarda una muerte temprana.

Volviendo a la escena, estaba en casa con mi amiga, pesando muy bien las palabras de la conversación para no ser víctima de sus agüeros, cuando llaman de nuevo a la puerta. Era mi tía Finita, la persona más dulce, amable e inocente que pueda imaginarse; portando una fuentecita con un trozo de pastel de nata. Le abro, la abrazo con cuidado de no volcar el contenido de su fuente, que se ve muy apetitoso, la invito a pasar, entra ella y, sin percatarse de la presencia funesta de Isolalia – mi amiga, no podían haberla nombrado de otro modo -, me dice con la mejor de sus sonrisas:

- ¡Ay, mi sobrinita! ¡Si ves lo que me ha pasado! Estaba en la casa pensado “tengo unas ganas desesperadas de comer cake de nata” y se me ha aparecido el vecino de los altos, el panadero, nada menos que con un cake de nata de regalo. Le digo que no es mi cumpleaños ni estoy celebrando nada y ¿sabes que me dice? Pues que al ir a cerrar la panadería, vio en la vidriera el pastel y pensó en mí; como sabe que me gustan los dulces finos y yo era tan amiga de su difunta madre – toma un respiro y prosigue, emocionada -... Se cumplió mi deseo. Vine a hacerte el cuento y a compartir contigo un pedacito de mi buena suerte.
- Perdiste el millón de dólares – dijo Isolalia, sin inmutarse, dejando a mi tía de una pieza y a mí pensando en qué sucedería al comernos el pastel.

Lógicamente, no explicó nada, a pesar de nuestras miradas interrogantes; por tanto nos vimos obligadas a preguntarle qué era aquello del millón de dólares y qué diablos tenía que ver con el pastel de mi tía. Ella, muy parsimoniosa, nos explicó:

- A todas las personas nos llega un día en que somos escuchadas por Dios, una especie de cita con él. A la mayoría los coge por sorpresa, pero si estamos preparados, nos concede un deseo. Nunca se sabe cuándo nos va a tocar, es una vez en la vida y nada más, lo importante es que nos llega sin previo aviso y hay que estar preparados.
- ¿Quieres decir que el pastel de nata de mi tía se lo regaló Dios y no el vecino? – le solté, bien molesta, mientras mi tía se persignaba y daba las gracias al Altísimo por el milagro.
- Eso digo. Hoy, a esa hora en que ella estaba concentrada pidiendo un dulce, le tocó su turno para la entrevista. Perdió su oportunidad, ¡imagina cuántas cosas pudiera haber pedido!
- Yo estoy muy feliz con mi cake – dijo mi tía, ya no tan sonriente, buscando mi aprobación con la mirada.
- Claro que sí – fulminé a Isolalia con la mirada - ¿No ves que está contenta con su cake?
- Puede ser – siguió doña Pava -, pero imagina por un momento, Josefina, ¿no te hubiera gustado tener algo más? No me digas que no tienes sueños, ambiciones, algo que siempre has deseado hacer y no has podido…

Mi pobre tía pensó por unos instantes.

- Me gustaría pasarme una semana en un hotel en la playa, o viajar a París, o arreglar las goteras de la casa… es que son muchas cosas, si te pones a verlo así.
- ¡Exactamente! – gritó Isolalia poniéndose en pie y caminando hacia su víctima, que por poco deja caer la fuente – Son muchas cosas, pero todas, o casi todas, se resuelven con dinero. Por eso, si uno está todos los días pensando “Quiero tener un millón de dólares”, cuando llega tu cita con el Todopoderoso, él te escucha y te lo da, lo mismo da que te aparezca una herencia misteriosa, que te encuentres un tesoro, que te ganes la lotería, que un concurso de belleza, pero el millón de dólares viene y con él te sobra para arreglar la casa, ir a la playa, a París, o a donde te venga en gana. Por eso yo todos los días me mantengo firme en el mismo pensamiento, si tengo deseos de comerme un dulce, pienso “Ojalá tuviera un millón de dólares para comprarme un dulce”, si quiero ir a algún lugar, es “Ojalá tuviera el millón de dólares para ir a…” , y así sucesivamente. No importa cuándo me toque: yo estoy preparada.
- O sea que… - aún mi tía quería que se lo confirmaran, ¡de veras que hay gente masoquista!
- ¡Nada, mi amiga! – soltó esa risita que usa cuando me rompe un efecto electrodoméstico - ¡Que acabas de perder un millón de dólares!

Ahora díganme que hago.

Por un lado tengo a mi tía Finita, con lágrimas en los ojos, todavía con el trozo de pastel de nata en la mano – ya nadie quiere probarlo -, murmurando acerca de los millones de cosas que pudiera haber hecho con el millón de dólares; anda en este momento por la necesidad de cambiar de quiropodista, porque a éste sólo va porque le queda cerca, pero hay uno mejor que si ella tuviera un auto, o pudiera pagarse un taxi, “todo por ser tan glotona y pedir el maldito cake” (ahora es maldito)… Por otro lado, Isolalia, la súper Pava que no sé en qué momento me gané en otra rifa celestial destinada a jugarnos malas pasadas, anda farfullando “Lo mejor de todo, o lo peor, es que nada más te conceden la entrevista una vez, ¡una sola vez en la vida!”.

La verdadera jugarreta de Dios no estuvo en darle el pastel de nata a mi tía, sino en colocarle a Isolalia en el camino.



*De Marié Rojas Tamayo.
-La Habana. Cuba
-Del libro “Tonos de verde”, ed. Drac, Mallorca 2004 (reedición 2005)






Los monos de Rousseau*



*Por Juan Forn


Picasso no permitía que nadie en su presencia se considerase más moderno que él, salvo El Aduanero Rousseau, que un día le dijo: "Somos los dos más grandes pintores vivientes, yo en lo moderno y tú en lo primitivo". El Aduanero tenía entonces setenta años y Picasso veintipico, ambos exhibían obra cada año en el Salón de los Independientes (ese caótico artefacto inventado por los impresionistas para darle la espalda a la Academia: bastaba pagar la cuota para poder exhibir), pero la obra de Picasso era la más esperada y comentada mientras que la del Aduanero era incluida como un chiste. Diaghilev y Cocteau y Gertrude Stein tenían cuadros de Picasso colgados bien visibles en sus salones cuando recibían invitados. Los animales de la selva pintados por Rousseau, en cambio, iban a parar al cuarto de los niños en las casas de panaderos, pescaderos y verduleros de Montmartre, que le daban productos al fiado al Aduanero.
Todos conocemos la historia de Rousseau tal como la contó Apollinaire: el hijo de la pobreza que no terminó la escuela y fue a parar al ejército (por robar diez francos en estampillas a un abogado al que le hacía mandados), con el que partió hacia México a defender a Maximiliano y luego a la guerra
contra Prusia y luego, por los servicios prestados a la patria, recibió un puesto como inspector de provisiones en uno de los accesos a París (de ahí el apodo de Aduanero), donde empezó a pintar sus cuadros en sus ratos de descanso, hasta que un paisano suyo, el joven Alfred Jarry, se lo llevó a
Montmartre, y allí se convirtió en un personaje del barrio, por los increíbles cuadros que pintaba (Apollinaire: "Las escenas que pintas las viste en México / un sol rojo ornando la frente de los bananos") y por las increíbles fiestas domésticas a las que convocaba con invitación primorosamente escrita a mano (en la tarjeta anunciaba el menú, que solía ser una olla de ragú y un par de damajuanas de vino, y el repertorio que tocaría al violín, que parecía consistir de viejas canciones aprendidas en su infancia pero que en realidad habían sido compuestas especialmente para cada invitado, en los días previos a la velada).
Con el tiempo se supo que el Aduanero nunca había pisado México, que el lugar más exótico que conoció fue el invernadero del Jardín Botánico de París y el pabellón de animales disecados del Museo de Ciencias Naturales: de ahí vienen sus lujuriosas selvas y fieras y faunos y flores. Con el tiempo se supo también que, al llegar a Montmartre, Rousseau venía de ver morir a sus dos esposas y a todos sus hijos (menos una, que moriría poco después). El Aduanero que conoció el mundo, el delirante angelical que
pintaba como niño y cantaba canciones de niño al violín en esas fiestas que parecían para niños, era un hombre que venía de sufrir esa terrible cadena de eventos. Según la definición habitual, Rousseau alcanzó la tercera edad sin salir de la infancia. Yo creo más bien que decidió vivir, una tras otra, las infancias que les fueron vedadas a sus hijos.
De una u otra manera, con el tiempo se hizo evidente que el Aduanero era un original, una de esas piezas únicas que irrumpen de tanto en tanto en el mundo del arte, alguien que no es hijo de ninguna escuela, de ninguna corriente, salvo de sí mismo: alguien que iba suavemente por un camino que nadie compartía con él y cuyas reglas de marcha desconocía, alguien capaz de lograr cincuenta tonos distintos de verde en un cuadro, de pintar la selva como si estuviese iluminada desde adentro. Diez años después de su muerte,
cuando sus cuadros fueron rescatados de las casas de pescaderos y tenderos donde acumulaban polvo y colgados en las paredes de los museos (Picasso donó el primer Rousseau que tuvo el Louvre: el museo no sabía si aceptarlo; no quería hacer el ridículo; ha de haber sido un gran momento), el Aduanero se
convirtió en lo que es hoy, uno de los santos patrones de lo onírico (de sus imágenes están hechos nuestros sueños: la pantera irrumpiendo de la espesura, el león que acecha a la gitana dormida en la arena a la luz de la luna).
Hay un cuadro suyo que se llama Los alegres farsantes: en un claro en la selva (lujuriosa, primigenia, como siempre en Rousseau), hay dos monos derramando el contenido de una botella de leche, mientras otros tres disfrutan la escena colgados de las ramas. Todo es armonía en la escena: reino animal y vegetal en perfecta confluencia, como en los tiempos preadánicos. Pero qué habrá querido decir el pintor con esa botella de leche, se vienen preguntando retóricamente desde hace décadas los expertos
de Rousseau, para proceder a explicarnos que la leche es el símbolo de la abundancia y la fertilidad, que al Aduanero se le olvidó que en tiempos preadánicos la leche no venía en botellas, ya se sabe cuán encantadoramente naïf podía ser a la hora de plasmar sus metáforas o visiones oníricas o trances de infancia.
Cincuenta años estuvieron así las cosas hasta que, poco antes de morirse, un extraordinario escritor y profesor sureño recién jubilado llamado Guy Davenport, de visita en el Museo de Arte Moderno de Filadelfia, donde cuelga Los alegres farsantes, lo miró un buen rato y dijo que ésa no era ninguna
botella de leche, sino un sifón (si se mira atentamente, en el pico de la botella se ve el percutor), que el río blanco no era ningún símbolo, sino un mero sifonazo, y que precisamente ese sifonazo sorpresivo era la causa del "gozo primigenio" que exhibían los "alegres farsantes" del cuadro. Dije que Davenport era un extraordinario escritor y profesor: en realidad tuvo que pasarse la vida enseñando porque nunca logró triunfar como escritor. Los años de enseñanza le dieron tal claridad a su manera de escribir, tan
extraordinaria claridad, que los críticos no lo veían claro sino transparente: a los discípulos de Davenport que iban surgiendo sí los veían (y consagraban) pero a él no. De nada servía que esos discípulos dijeran, al triunfar, que lo habían aprendido todo de Davenport: los críticos se negaban a aceptar que lo que ellos no podían ver fuese cierto.
Un caso clásico. Yo creo que Davenport hablaba más de sí mismo que de Rousseau cuando explicó Los alegres farsantes. Según él, el destinatario de la mirada gozosa de los monos era, tenía que ser, uno de esos típicos expedicionarios ingleses (¿qué otro ser humano puede internarse en la selva con un sifón, salvo un british explorer que culmina cada jornada con un whisky con soda?). El inglés vuelve de mear en los yuyos y descubre que los monos le han robado el sifón y el rascador de espalda (nótese que uno de los primates sostiene también una de esas manitas talladas en madera que se usan para rascar la espalda). Ningún crítico de arte vio en esa imagen de la selva al expedicionario inglés porque el tipo estaba fuera de cuadro. Tan fuera de cuadro como estaba el pobre Davenport en esa otra imagen de la
selva que es la literatura actual. Pero así son los críticos, lamentablemente: siempre se dejan distraer por la monería.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-158794-2010-12-17.html







Correo


TIERRA TOMADA*


La misma ley y jurisprudencia que acompaña a que una familia tome un terreno del que no podrá ser expulsada, constituye el mejor fundamento con el que 200 años de oligarquía terrateniente se apropió del suelo argentino.

En 2004, recorriendo el Camino Juana Azurduy en "Lugar de Vida" (Despectivamente denominado como EL IMPENETRABLE), en el Oeste Chaqueño, bajo la sombra de quebrachos y algarrobos de más de 25 o 30 metros de altura, se veía a un recién instalado molino de viento de no más de 15 metros de altura. Éste, junto a una nueva tranquera y un alambrado de 9 hilos, estaba instalado allí para que alguien demuestre que "había hecho mejoras" en el predio por el cual, seguro, estaba demanandando la escrituración a su nombre en Resistencia.

Sí, poco viento tomaría un tan abrigado molino. como tampoco pasaría especie cuadrúpeda alguna por el denso alambrado de 9 hilos.

Ese perverso mecanismo que le permitiría al fulano apropiador conseguir la escritura (Mientras expulsaba a los tiros a miles de criollos de toda etnia de dentro del bosque), luego le permitiría quemar la espesura sin siquiera vender la leña o la madera y, por fin, podría invitar a los pooles de siembra del Gran Norte a que convirtieran al rojo suelo en verde generador de verdes billetes (Hasta que el viento y el escurrimiento de las tormentas de 10 veranos tornaran yermas las tierras).

Desde la ventana de alguna mansión de la calle Juez Tedín, en Palermo Chico, Ciudad de Buenos Aires, es seguro que alguna Señora Gorda expresará sus peores palabras contra los usurpadores de la Villa 31. Pero claro, primero, o no sabe o no quiere saber o no quiere que se sepa, que algún que otro terrenito de miles de hectáreas de la Familia fue obtenido bajo las mismas leyes de usucapión. La misma jurisprudencia que la favoreció en la apropiación de alguna tierra es la que defiende a los sin tierra que, solamente, quieren un pedacito para sus chapas.

Claro, no se si la Señora Gorda querrá aceptar que la casi totalidad de las casas de Juez Tedín vereda impar obtuvieron de extraña manera la extensión de sus parcelas varios metros al Noreste SOBRE LAS VÍAS DEL FERROCARRIL SAN MARTÍN. Ese proceso se inició en los '60 y se escrituró o perdonó en los '90 (Miren las fotos satelitales si no).

No quieren que las personas sin techo usurpen terrenos o viviendas, pero jamás se quejan los medios y esas Señoras Gordas de las leyes que lo permiten, pues claro, esas leyes no fueron diseñadas para la vivienda familiar, si no para la usurpación de miles de hectáreas de una vez o de, por lo menos, algunas hectáreas muy valiosas de alguna ciudad o zona industrial. Sí, como aquí en mis nuevos pagos del "Pago Chico" Bahiense.



*De Jorge de Mendonça. jorgedemendonca@gmail.com
Diciembre 19 de 2010 - Ingeniero White - Buenos Aires



*




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