domingo, marzo 30, 2014

COMO UN ÁRBOL ESPERANDO EL OLVIDO...

 

*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
 
 
 
 
 
 
 
A pesar de ser febrero*
 
 
 
Madre, estoy zurciendo los recuerdos
como tú lo hacías con los dobleces del invierno.
Préstame el hilo azul, el de tus silencios,...
alcánzame los verdes, debo cavar la tierra
de los dormidos sueños y dejar mi semilla,
la que tú no creías que germinaría...
Consígueme un hilo blanco para las iniciales
de su pañuelo, el de mi padre, que iba y venía
de su sudor, al nuestro.
Madre, que estoy zurciendo los recuerdos
necesito una manta que me abrigue
y cubra la semilla que germinó... y florece.
Todavía tengo frío a pesar de ser febrero.
 
 
 
*De Miryam Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
COMO UN ÁRBOL ESPERANDO EL OLVIDO…
 
 
 
 
 
GARZAS Y TEROS*
 
 
 
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
Primero vi volar una bandada de garzas muy blancas hacia las lagunas lejanas. Pensé que hacía rato no las veía sino sólo en mi memoria. Lo notable es como inician el vuelo. Lo hacen pesadamente, o al menos es esa la impresión que dan y luego van ganando altura, aunque nunca toman demasiada, ni lo hacen en grupos tan grandes. Raramente vuelan solas, a menos que se hayan perdido de la bandada, cosa que remedian  rápidamente.
Esa mañana mi amigo Mario cumplió con la promesa de llevarme  a ver los nuevos bañados.
En rigor, la instalación de las antiguas cañadas y la aparición de otras,  gracias a las grandes lluvias que cayeron sobre la zona luego de años poco llovedores y aun de sequías. Motivo por el cual los canales que drenan el agua de los campos estaban un poco descuidados, ganados por  la maleza y entonces se producen las inundaciones de los campos más bajo primero y luego de otros que nunca se habían inundado sino excepcionalmente como ahora.
Los caminos rurales están todos anegados, motivo por el cual debimos dejar la chata bastante lejos del primer espejo de agua y mirar como pudimos la maravilla de las especies que volaban hacia allí o partían hacia lugares más lejanos cuando nos vieron con esa certera vista que tiene todo animalito volador.
Había un verdadero hervidero de ellos que buscarían alimentos en los pequeños peces, caracoles y otro bicherio que es la colonia numerosa que habita estos cañadones y en épocas de inundación, se reproducen extraordinariamente y del mismo modo también las aves acuáticas que se hacen un festín con ellos.
Esta vez me llevé una agradable sorpresa con la inmensa cantidad de garzas que hacia añares no veía. No se si debo decir tal vez que estos animalitos son blancos (ardea alba es su nombre científico) producen en mí desde los lejanísimos tiempos, en que con mi padre o con mis tíos trasegábamos las cañadas que estaban delimitadas y eran casi institución, es decir como si aquellos tiempos también hubieran tenido un orden, respondían a un sistema que ni las inclemencias ni los temporales modificaban. Estaban las cañadas de Compañy, la más cercana y motivo de regocijo para la pesca o el baño según la época, la de la Portada, la de Wollenweider, y las  que respondían al antiguo  establecimiento Maldonado, y que tenían números, por lo que yo deduzco, representaban la separación interna en parcelas y  una producción diversificada en ganadería, agricultura, apicultura, granja y otros que olvido.
Entonces los bañados más famosos eran el Noventa y el Veintidós, donde ahora Martín Gallucer construyó un lugar sobre el antiguo puente de madera y bautizó Puerto Martín, que es una fascinante  reserva de especies ictícolas y avícolas que es un orgullo para la zona. La tendencia actual, digámoslo con crudeza,  es secar los campos para sembrar soja.
Que a alguien se le haya ocurrido esa especie de extravagancia en su propio campo no es un dato menor.
Y mi amigo Mario Compañy, que sabe de mi placer por estos lugares, y que él desde luego comparte, me ha querido obsequiar con este paseo que para otro puede ser modesto pero a mí me sacude hasta la fibra más íntima, porque repone en mi imaginación  aquellos días en que la perspectiva de salir de pesca y de caza me ponía muy ansioso y expectante.
Volver de aquellas incursiones cargados de bagres o moncholos o viejas del agua o mojarritas era todo un acontecimiento. Estas entradas a los bañados podían ser en carácter de acompañante de algún mayor o ir en alegre barra bullanguera, lo cual era mucho más interesante. Pedía  las cañas prestadas a mi padre que estaban atadas en un tirante de la vieja galería, buscaba un frasco de vidrio con tapa que seguramente me proveería mi madre, tomaba la pala de punta y sacaba una paladas de tierra donde aparecían multitud de lombrices y alguna isoca blanca y gorda que obsequiaba dispendiosamente a la pareja de teros que al olor  de la tierra dada vuelta o al de las lombrices, no sé, venía a robármelas. Aclaro que esos teros, eran por decirlo así, domésticos. En nuestra incursiones rurales de caza con mi padre, a veces, nos traíamos algún pichón, mi madre los criaba a pan con leche y carne picada y cuando le crecían las alas le cortaba las plumas de una y eso no le permitía volar, No salían nunca del perímetro entejidado, pero si notaban la puerta abierta se tomaban las de villadiego, como decía mi madre.
La razón por la cual mi padre les tenía cariño a estos animalitos era  eminentemente práctica porque decía que eran muy vigilantes, y tenía razón, cuando algún extraño pasaba o entraba a la casa gritaban. En el acto ladraba el perro. Esa respuesta podía ser a la inversa. Al ladrido le podía suceder la gritería de los teros. Lo extraño es que con ninguno de nosotros lo hacía. Habrá que creer en cosas que los animales manejan y que a nosotros se nos escapan. De las tantas cosas de la naturaleza de las cuales no tenemos idea.
Y cuando mi madre picaba la carne para el tuco de los domingos, día de tallarines, ellos se venían al ruido del golpe del cuchillo sobre la tabla, aunque estuvieran en la otra punta de la quinta, con esas largas y finitas  patas que tienen y se hacían presentes en la cocina a recibir un puñadito de excelente carne cruda.
Eran mansitos, pero como dije antes no desaprovechaban la oportunidad de la libertad si la tenían a mano.
De vez en cuando pasaba  volando muy bajo una bandada de teros y se acercaban en brutal griterío, como invitándolos a huir. Ellos contestaban y corrían, pero una de sus alas no le respondía. Entonces se resignaban.
Se me ocurre pensar ahora que tal vez este sea el destino de casi todos nosotros (dicho borgeanamente).
Para terminar: acabo de escuchar Garzas viajeras, el tema de Aníbal Sampayo, en la increíble voz de José Larralde. Para recomendar.
 
 
 
 
 
 
 
AZOGUE Y FALTA*
 
 
 
El azogue se colocaba detrás de los cristales para que la límpida superficie duplicase el universo. La falta es eso que no está, que podría estar, que quizás alguien puede darme para que algo se complete o enriquezca.
Los ojos de Marilyn Monroe, los ojos de María Callas, los ojos de James Dean. No tanto los ojos como las miradas, esas miradas que cautivaron, atraparon, mantuvieron en vilo los corazones, la atención, la memoria de un público que se sintió mirado, abarcado, estremecido.
Dicen que la Callas podía cortar la respiración de todo un auditorio, un inmenso auditorio, cuando abría los ojos y los fijaba con intolerable fijeza en los espectadores. Hemos visto esa sensual forma de ver con los párpados entrecerrados de Marilyn, y la desafiante mirada de James Dean que hacía suspirar a las adolescentes, temblar a las ancianas.
Quien nada dice permite que el otro diga. Quien ofrece oscuridad pone en la imaginación todas las claridades.
Ellos, que no veían, que compartían una miopía que les desdibujaba el mundo, enfocaban la imperfecta mirada un poco más atrás, más lejos, más profundamente. Sin ver, proporcionaban la hermosa ilusión a los otros de ser vistos en una intimidad perfecta y desnuda. Miradas que no ven, pero que se dejan mirar. Como los ojos inmóviles de las antiguas fotografías que nos siguen atentamente por el cuarto de paredes empapeladas, como los ciegos ojos de las estatuas, como los ojos ciegos de los barnizados retratos al óleo, de los daguerrotipos que han sido hechos para que, mirándolos, nos miremos. Ojos espejo, estanques vacíos que reflejan los cielos que los observan.
Nada decían, sus ojos. Poco veían, esos ojos. Pero se dejaban mirar y confeccionaban sabiamente el ardid de azogues y pozos que duplican las lunas. Creaban las tramoyas necesarias para que lo difuso abarcase a cada uno personal, punzantemente.
Hay quien utiliza el ardid de lo intangible para el engaño, y miente interés en esa mirada crepuscular que no nombra y puede, por lo tanto, ser apropiada por cada incauto que se siente amado, incluido, protegido por la particular preocupación, falsa preocupación, del encantador de serpientes que lanza su red para atrapar adoradores, quizás votantes. El vacío discurso que diestramente permite que cada uno escuche lo que desea oír, los vacíos rostros gigantescos en los carteles.
Pero quedémonos con los ojos de Marilyn, de James Dean, de la Callas. Guardemos la crepuscular maravilla de ser mirados por quien no ve, la excepcional cualidad del lenguaje de decir más para quien lee, de uno, que está leyendo, que de quien escribe. No siempre es horroroso que las palabras sean polisémicas o que los sonidos resuenen en cada cabeza con diferentes ecos.
Esas miradas estaban hechas para ser miradas, y para estremecer por reflejo de los anhelos de los espectadores. Y las canciones, las canciones están hechas para que otras voces las enriquezcan, y mi espíritu, este, mi espíritu, está hecho para que el tuyo le preste luz.
 
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
REFLEJO*
 
 
Esquiva sonrisa escondida detrás del espejo,
donde los ojos no miran
donde el rostro no encuentra luz,
ni reflejo
y el cuerpo camina rumbos de cenizas
esculpidas en el silencio:
Pensamientos al acecho
torturando la piel de la conciencia,
y los recuerdos abrasados escapan,
por las grietas del tiempo, intoxicados
exhalan:
y exhalan.
Una rosa marchita temblorosa,
extraviada entre los pliegues de las sábanas,
llora espinas
y vela el cadáver de su savia,
y los pétalos caen
y el aroma termina
detrás del espejo
su sonrisa esquiva.
 
 
*De Ruth Ana López Calderón. anilopez20032000@yahoo.es
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
PASAJERA*
 
 
 
- No me gustan las despedidas - había dicho mi amigo Luis.
Después me abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro, sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento. Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas, escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo, sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de orgullo cada vez que alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.
Consulté el reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar. (Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.
Había terminado mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto a la playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La arena, el inequívoco olor del mar, las islas...
Pero en este lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las escaleras, al asalto del tren.
Un andén no difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas. Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros, permitió el abordaje de otros, cerró impasiblemente sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso el anonimato de los raíles.
Desde mi asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los senderos. "Esta es - pensé - una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua, hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado".
Tratando de huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios. Bombardeos en Mostar, corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes) de África y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias en parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados... Compruebo sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin descanso, día tras día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota esperanza.
Agobiado, guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos, encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo, aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo cotidiano.
Estábamos llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito cansado de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana, certificando de alguna manera el fin del verano.
Luego, los túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio que separa el verano del resto de los días.
Lo que siguió fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose, estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.
Entre el gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.
No supe si lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa, pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.
En mal español, preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en su cómplice, llenándome de una extraña ternura.
Alentado por ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos, delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás parecía claramente occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos. Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que siempre viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión. Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a grandes rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor, separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.
Hubo momentos de cálido silencio, de miradas.
El tren se deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre, atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida había quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos instintos primordiales.
Un silencio de campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas.
El sol bañaba los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas existentes en los tan amados Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca, de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los asientos. Cada estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban, al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que compartiese mi vida.
En cambio, sólo atiné a decir: "Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos edificios altos está mi casa" El tren se hundió en las profundidades de la tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.
Después, recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.
Regresé a mis obligaciones, a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del trabajo y la soledad.
Sé que nada es perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino un compendio de recuerdos, un asombrado catálogo de estaciones que fuimos dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente a ese banco del andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención el tránsito engañoso de los trenes.
 
 
*De Sergio Borao Llop sbllop@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
HUMO PERFUMADO*
 
 
 
Bebo sola leche de amarga noche.
Recluida a oquedades.
 
Oigo desgarrarse la noche en madera.
Añoro las vigilias en veleros.
Inmensos mares, cascabeles al alba.
Alas de un pez de greda.
Noche desnuda.
Aguacero burbuja anillo de agua.
El espejo austral no tiene rostro.
El pliegue de la frente es un zanjón abandonado.
Lejos el pueblo, la lámpara y el ladrido del huerto.
Nadie lame mi mano.
Desde las terrazas de la luna interrogo a los astros.
Nadie parece oír.
Hay un sobresalto en el umbral de las mareas.
Un hombre se da vuelta. Tiene rostro de lobo.
En su mirada hay un pájaro tallado.
Me ovillo en su hombro izquierdo.
Y allí descanso.
Bebo leche de cabra.
Lavo mis vestidos. Quedo vestida de agua.
Oigo desgarrarse la noche.
Cubre mi cuerpo en humo perfumado.
 
 
*De Amelia Arellanoamelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Sentidos*
 
 
Una mesa con vista al mar, con oído al mar, con tacto al mar, con olor a mar, con gusto a mar, en el Pacífico ecuatoriano. El pescado, una corvina ligeramente apanada,  parece un príncipe que se pone una capa de mariscos bordados, los rosas camarones y langostinos junto a las ostras que brillan brillan  y juegan al crujiente contraste. El agua, los pájaros, un poco antes los delfines apareciendo y desapareciendo. Lo natural y simple que de tan raro se vuelve exótico, contrasta con otras playas. Un gusto suave y rotundo se pierde en el cuerpo. La memoria rescata la comunión, el momento sagrado en que nos entregamos al paisaje.
 
 
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Árbol de niebla*
 
 
 
*Olga Orozco
 
 
 
¿De dónde esta tristeza que me llega
cómo un último amor,
como la débil rebelión de la tierra
por sus lluvias,
por las lianas azules de sus nieblas?
No sé si de la muerte de aquellas dulces hojas,
en las que el viento busca todavía
La pálida ternura del estío.
No sé si de ese día en que el otoño
abandonó su rostro sobre un río,
perdido en la congoja.
No sé desde qué cielo tanta sombra
asomada a mi pecho entre la pampa,
cuando mi vida vuelve como el llanto
a su antiguo paisaje, a sus antiguas voces
que crecen como hiedra desde el sueño.
¿Cómo no amar entonces
la libertad tan triste de los médanos,
el deseo de mar con que se duermen
mirando hacia otro cielo,
donde el recuerdo tiene solamente
la eternidad del trébol?
¿Cómo no amar la angustia de las piedras,
sometidas sin lucha
al inútil retorno de la hierba,
al invencible polvo,
a ese lejano muro donde el tiempo
se disgrega desnudo, sosteniendo
las huellas de mis manos?
Alguien me llama aún por sus desiertos
por el aire sombrío que se inclina
al desolado oeste;
mientras yo estoy aquí,
con mis pequeñas muertes como un árbol
esperando el olvido.
 
 
-Revista Canto N° 2 agosto 1940
 
 
 
***
 
 
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