lunes, abril 03, 2017

EDICIÓN ABRIL 2017



*Obra de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba








Lo que trae la suerte*



*Por Abel Guelmes Roblejo. abelgrob@gmail.com



Para Marié,
eres la suerte que nos ha acompañado este año y tres meses




—¿Por qué no capturamos un duende?
Me dijo una noche con la naturalidad de quien habla de futbol, clima, cine o comida. Siempre me encantó esa faceta suya tan imaginativa. Fue lo que me hizo enamorarme de Alice. Normalmente le seguía la corriente, mas a esas horas de la noche, ni nuestro gato tenía ganas de jugar.
—¿De qué hablas?
—De capturar un duende. ¿No sería genial?
—¿Metafórica o literalmente hablando? —le pregunté, porque ya no estaba muy seguro de si era un juego o no.
—De verdad. ¿Por qué? ¿No quieres uno?
No sabía qué responderle. O cómo decirle que no creía en eso.
—¿Y cómo vamos a encontrar uno? —decidí seguirle la corriente.
—Pues aquí —señaló al cuarto—. En la casa. ¿No sabías que en todas hay duendes?
Ni lo imaginaba.
—Está bien entonces. Si es lo que quieres… te ayudaré —le dije con tal de ver cómo terminaba el juego. Al instante sonrió feliz, se levantó de la cama y salió del cuarto. No me dijo que la siguiera, permanecí acostado, si aquello era un juego, ella tal vez no querría que le arruinara la sorpresa.
Estaba a punto de dormirme, cuando sentí caer varias cosas al suelo, sonido de cazuelas y de cajones abriéndose. Me levanté y fui a ver qué hacía Alice con tanto alboroto. Me detuvo en la entrada de la cocina. Tenía cordeles colgando por doquier. Cajas, nylon y telas convertidos en improvisadas trampas. Ella, tan escrupulosa y organizada, había esparcido por el suelo granos de arroz por un lado, frijoles por otro. La harina de hornear cubría la meseta. Un barquito de papel colgaba de la lámpara y uno, fabricado a toda prisa con un corcho ahuecado, navegaba en el fregadero. Sobre la mesa aparecía servida una copa de vino tinto –del que usábamos para ocasiones especiales- y un plato con una cuña de pastel de coco.
La miré preocupado, el juego iba tomando un rumbo inesperado. Sin embargo, nunca la había visto tan feliz. Su rostro parecía brillar, no sé cómo explicarlo, pero era así, irradiaba energía, luz.
—Sabía que tú sí me entenderías —me dijo al cabo de un rato—. ¿Viste? Lo tuve todo listo antes de las doce de la noche…
“¿Y qué pasa a las doce?”, me pregunté mientras ella evitaba sus trampas para salir a mi encuentro.
Miré al gato, este a mí y ambos a ella; aunque creo que el gato la entendía, de alguna manera. Alice se agachó para pasar por debajo de un cordel y me besó.
Ya nos habíamos dormido cuando el ruido de una cazuela al caer nos despertó. Miré la hora, pasaban las dos de la madrugada. Alice se levantó de un salto y corrió hacia la cocina. La seguí, asustado ante la posibilidad de que fuera un ladrón.
—Estuvieron aquí —me dijo—. No sabía qué tipos de duendes teníamos, así que preparé trampas para las diferentes especies. No tocaron los granos, ni tomaron vino… no obstante, falta un trozo de pastel de coco, mira.
Lo único que veía era el reguero. No lo entendía, había ido demasiado lejos el juego. Comenzó a espolvorear más harina, ahora por el suelo.
—Ya es suficiente —le dije—. Deja de crear un nuevo reguero, que mañana tenemos que usar la cocina.
Me lanzó una mirada triste.

—Dijiste que querías atrapar un duende. Eso da suerte, te lo dije.
—Sé lo que dije, pero mañana tengo trabajo. No estoy para pasarme la noche en vela solo para seguirte la corriente y ver al gato comerse lo que pudo haber sido mi desayuno —señalé al trozo de pastel en su mano.
—Fueron los duendes —protestó.
—Como sea —terminé la discusión y la dejé sola. Me fui al cuarto a dormir, si es que conseguía hacerlo. No me gustaba acostarme disgustado.

Desperté y Alice estaba dormida a mi lado. No noté cuando regresó. Me preparé para salir al trabajo, le di un beso de despedida y me encaminé a la cocina a prepararme algo para comer en el camino, ya que se me había hecho tarde. La encontré tan limpia como de costumbre… quizás se me antojó ordenada en exceso, al punto de la monotonía, nada que ver con la algarabía de la noche anterior. Pensé en Alice, en el trabajo que pasó para crear esta fantasía y lo cansada que debía estar. En la suerte que tuve de encontrarla. Si los duendes traen suerte, yo había atrapado al mío y no me había dado cuenta.
Regresé por la tarde. Alice me recibió con un beso, como todos los días. Tenía preparada el agua caliente del baño, la comida lista. Sin embargo, lucía diferente. Ya no tenía ese brillo de la noche anterior. Había perdido luz y no sé por qué, me sentí culpable.
Mientras comíamos me contó lo que había hecho en el día, se interesó en el mío. Sonreía como siempre, no obstante, no era una alegría completa.
—Escucha, mi amor —le dije tomándola de las manos—. Lo siento, discúlpame por lo de ayer. Estaba cansado y no fui capaz de ver la magia en lo que hacías. Lograste traernos felicidad y no fui capaz de verlo hasta ahora.
Ella sonrió. Entendí que me perdonaba.
—Si quieres —continué—, te ayudo a preparar las trampas. Soy bueno en eso, las hacía cuando criaba palomas.
No pude continuar hablando, me calló de un beso.
Por la noche, acomodamos las trampas. Fue bastante divertido, en verdad. Me dije que con esa noche bastaría: iba recobrando su luz. Antes de salir colocó un barquito de papel en el centro de mesa y espolvoreó harina a su alrededor. Miré al gato con lástima, él entendió que esa noche dormiría encerrado. No iba a arriesgarme a que tumbara otra vez las cazuelas y llenara la casa con sus huellas.
Tomé de la mano a mi duendecilla. Alice estaba contenta como una niña el día de su cumpleaños. Yo también me hallaba feliz por complacerla y verla así. La cocina, el cuarto, la casa entera respiraba felicidad. Era cierto aquello de que atrapar un duende atrae la suerte. Yo tenía la prueba ahí, en mi mano.

Sentí el sonido de un golpe, provenía de la cocina. Salté de la cama y corrí hacia allá. Al llegar me encontré a Alice al lado de la mesa.
—Mira —me tendía sus manos vacías—. Lo atrapamos, ¿no es precioso?
—Bravo —le seguí la corriente. Estaba más hermosa que nunca.
—¿Viste? Te dije que atraparlo nos traería suerte.
Avancé hacia ella para besarla y algo más llamó mi atención. En los muebles había pequeñas huellas de piececillos. Estaban por todos lados. La miré y en sus manos vacías, poco a poco, una diminuta figura iba tomando forma.





-Abel Guelmes Roblejo

La Habana, 1986. Miembro del Taller Literario Espacio Abierto. Graduado del taller de formación literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Miembro de la AHS.
Recientemente ha publicado el libro de relatos Últimos Servicios, con ilustraciones de Ray Respall –pintor cubano de amplia trayectoria-, como parte de la colección de autores cubanos Guantanamera, editorial Lantia S.L., Sevilla, España.
Finalista de: “XI Concurso de Cuento Ciudad de Pupiales, 2016” (Colombia), Fundación Gabriel García Márquez; I Certamen Internacional de Relatos Pecaminosos (Estados Unidos, 2013); “Mi mundo fantástico” (España, 2013); Beca de creación “Caballo de Coral”, Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Mención en: Concurso Oscar Hurtado, Cuba, 2014, categoría de ensayo y artículo teórico y en la modalidad de cuento fantástico, 2015. Cuarto lugar en el “Premio Literario "Patricia Sánchez Cuevas” (España, 2015), publicado en la antología de trabajos premiados.
Ha participado en varias antologías internacionales, entre ellas: Historias breves, Letras con Arte, España. Su cuento Últimos Servicios fue traducido al francés por La Universidad de Poitiers (Francia, 2015), para conformar un volumen sobre autores cubanos. Antología de Aforismos, Ediciones DeLetras, convocada mediante concurso por la propia editorial (España 2015).
Cuentos y reseñas suyas han sido publicadas en revistas digitales e impresas tanto en Cuba como en otros países, entre ellas: El Caimán Barbudo, La Jiribilla, Korad, Hitcuba.com, Prensacubana.net, Juventud Técnica e Inventiva Social. Ha participado en diversas lecturas y proyectos auspiciados por la Editorial Gente Nueva y la Asociación Hermanos Saíz.









*


Lo que habita el vacío

no es el hueco,

es el hambre voraz

con que observamos la ausencia.

Nada existe ahí,

pero intuimos

el breve vértigo de un todo

que nos devastaría,

como si lográramos ponernos en puntitas

y tocar el sol.


El don de respirar

se nos hace pequeño.

Vivimos en el ansia,

náufragos de un destino

que no nos merecemos.

Nos espera el barro

que nos redime a todos

de la mano que osa rozar lo imposible,

la mano del hombre y su nostalgia de dios.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com














MORDIDA DELICIOSA*




*Por Flavia Pantanelli.



Antes que nada los escuché, los tambores de la llamada.
Una comparsa afro había tomado Libertador y venía bajando hacia Bunge. Una verdadera batucada y no una comparsa comercial, de esas con chicas rubias, aceitadas. Osvaldo sacudió un poco el diario para acomodar las hojas que el viento le retobaba, se inclinó en la silla para que la luz del farol le diera mejor y siguió leyendo. Antes que nada los había escuchado: el rítmico batir de los parches, algo como un colchón denso que llenaba el aire. El viento soplaba fuerte y por momentos parecía llevárselos lejos en las ráfagas que silbaban entre los eucaliptus, los pinos, pero cuando el viento amainaba, se volvían a escuchar los tambores, más fuerte. Más cerca.
Ahora los veía avanzar por el centro de la calle, por las veredas, entre las camionetas estacionadas. Una comparsa afro de gente descalza, fea y genuina allí, en medio del centro viejo de Pinamar. Venía bajando por Libertador, pero al pie de nuestro café de siempre con sus mesas casi en la calle, se paró. Los tambores se colocaron silenciosos, en círculo. Las banderas decían algo que no pude descifrar. Al viento, los colores eran como líquidos chorreantes. Como líquidos densos, amarillos, rojos y negros revueltos, mezclados por el viento. Osvaldo miró hacia la calle, tratando de entender qué era todo ese ruido, toda esa gente ahí parada. Después tomó de un golpe lo que quedaba del café y torció la boca con un gesto de disgusto. En el centro de todo el grupo se paró una mujer joven. Una muchacha en el medio del silencio de los tambores callados. Tenía una cara tosca y brazos de camionero.
El pelo crespo y mal arreglado le caía sobre la cara a mechas. Llevaba, como todos los otros, una calza blanca, larga hasta la rodilla y una remera gastadas que transparentaba su piel oscura. No, no era linda, era más bien fea, tosca. Hasta que sonó el primer tambor. Sonó el primer tambor y ella movió su cintura. Sonó el tambor. Y la movió otra vez. Y sambó. Y entonces fue una mujer hermosa. Las miradas de todos se hilvanaban en la espiral que dibujaba su cadera. No, su cadera no. Su cintura. No, su cintura tampoco. Su culo. Un culo que no era perfecto ni duro y ni siquiera redondo y sin embargo era de repente el más fascinante que hubiera visto. El ruido explotaba, rebotaba contra los edificios vecinos, y volvía reflejado desde todas partes. La muchacha quebraba la cintura, bombeaba, magnífica, los pies descalzos. Giraba sobre sí misma y dibujaba una espiral tras otra. Movía la cabeza, el pelo, y yo no podía dejar de mirar a esa muchacha, antes fea, el ritmo de esas piernas, antes gruesas, antes toscas, que ahora se separaban y se juntaban, los pies volando, como de aire.
Osvaldo leía el diario y cada tanto charlábamos de alguna cosa sin importancia después de nuestro cafecito. Del ritual de nuestro cafecito de cada noche en el bar de siempre. Ése, que nos espera cada verano, siempre igual, como eterno, desde hace más de treinta años. Porque para Osvaldo y para mí, Pinamar no son las playas, ni los bosques. No es el verano, ni el sol, ni toda esa gente entusiasta, viviendo la quincena de su vida. No. Con los años, para nosotros, Pinamar se fue reduciendo poco a poco hasta llegar a ser ese bar de siempre en el que nos sentamos cada noche a pedir las mismas cosas, a ver la misma gente y a sentir, ahí, que pasó un año completo, otro, sin que nada cambie. Y así, creyendo que es posible pasar un año, cinco, treinta, sin que nada cambie, también nosotros podemos hacer, seguir haciendo, que no pasó ninguno.
La muchacha bailaba descalza, el cabello sobre la cara, la musculosa pegada al ombligo, el cuerpo empapado. Por un momento dudé de mí, creí haber visto mal, producto de la noche y el viento que mezclaba los colores: en medio de su calza blanca, una mancha gris, o marrón o roja bailaba en el centro mismo de su sexo. Sus piernas volaban y mostraban, pero solo por un segundo, la entrepierna. No, decir la entrepierna es un eufemismo que ya no quiero usar: la profunda entrada de su sexo. Ahí estaba. Aquella mancha como una Luna. Como una flecha. Aquella mancha que no parecían notar los otros y que yo no podía dejar de mirar. Empecé a descomponerme, entre la repulsa y una sumisión desconocida. Ella bailaba, movía su cuerpo, su mancha. Bailaba, los ojos cerrados, la piel sudada, ajena a todos, ajena a mí y yo, en mi mesa, paralizada de asco y fascinación, todos mis sentidos embargados por la vibración de los tambores y la mirada fija en esa mancha sincera, animal. La muchacha abrió los ojos, y como si estuvieran esperando esa señal, los tambores cambiaron el ritmo, que se volvió lento, oscuro. Ella movió la pelvis solo un poco. Muy despacio. Sonreía, como con deleite. Movió su pelvis otra vez y su vientre dibujó una onda larga, viscosa que parecía nacer en la raíz misma de su sexo, una onda que subió, reptando por los pechos, los hombros, por el cuello hasta estallarle en la cara, la boca blanda, los ojos extraviados. Repitió el movimiento otra vez, ahora un poco más despacio y otra vez más y yo no perdía de vista esa ondulación que parecía nacer de aquella mancha, de eso que la mancha remarcaba. Los tambores sonaban profundos, cercanos. Los sentía retumbar en mi piel. Contagiaban a mi propio cuerpo una pulsación sanguínea, densa, cada vez más grave, cada vez más lenta. Cerré los ojos y me entregué a ese latido, sentí que iba cayendo en un agua suave y tibia, mi respiración se hacía cada vez más oscura, tenía los hombros pesados, era una sensación muy grata, morosa que me iba cerrando los parpados, no quería volver a abrir los ojos, me sentía bien así, los tambores sonaban lejanos. Oí a una mujer que reía. Una risa voluptuosa, húmeda. Volvió a reír. Abrí los ojos, me enderecé en la silla, miré alrededor, a Osvaldo que revolvía el azúcar del segundo café de la noche. La muchacha bailaba entre las mesas, los tambores seguían en círculo, un poco más allá, y en el centro algunas personas se habían levantado de sus mesas y bailaban, muy juntas. Un hombre pasó el brazo por la cintura de su mujer, la apretó contra él, bailaban con los cuerpos pegados, casi no se movían, vi la pierna del hombre entre las de ella. Metía su rodilla entre las piernas de ella, escandalosa y yo desee en ese instante sentir una pierna así. El hombre bajó las manos por la espalda y agarró el culo de la mujer, con ansia. Ella tiró la cabeza hacia atrás. Rió otra vez. Entonces, era ella la mujer que reía, la que me había despertado con su risa. El hombre aprovechó el gesto y la besó en el cuello y pasó muy despacio su lengua por el contorno de los labios, la boca abierta, las lenguas se tocaban, se enredaban, como algas. Desabrochó su camisa, botón por botón, la dejó caer al suelo. Los tambores sonaban poderosos, graves, la muchacha bailaba entre las mesas y la pareja se lamía, se frotaba. Se me escapó una risita nerviosa. Miré a los costados, con vergüenza y me tapé la boca. Me sentía como una colegiala de medias azules, vincha, acné. Osvaldo limpiaba los anteojos con una servilleta. La muchacha se acercó a un hombre que hablaba por teléfono. Le pasó un dedo por la espalda. Fue un gesto mínimo, un toque. El hombre se levantó de la silla, caminó hasta el centro de los tambores. Arrodillado, metió la mano entre los muslos de la mujer desnuda, devoto. La mujer besó a su hombre, después a él. Su lengua recorría despacio una boca y otra. En las mesas, la gente charlaba, comían, algunos, incluso, bostezaban. Osvaldo leía. Cada tanto acomodaba el diario, rezongaba por el viento. Los tambores sonaban pausados, rituales. Vi a la muchacha acercarse a mí. Bajé la vista, incómoda. Me acomodé el pelo con las manos y después las puse entre las piernas, las apreté fuerte y así me quedé, contraída, como una hace cuando quiere volverse invisible.
No sirvió. La muchacha bailaba frente a mi mesa, movía su cuerpo, su mancha sólo para mí.
Mis ojos se clavaron en esa mancha, subieron por su vientre, por su cara hasta encontrarse con los suyos, que no miraban. Ella sonrió, ausente, y entonces mi cuerpo se desprendió de mí. Yo quedé en esa silla segura, la de la mesa de hacer que no pasan los años, mientras caminaba hacia los tambores en círculo. Sentada a centímetros de Osvaldo, me trencé con aquellos otros cuerpos, me froté despacio, recorrí una mano con mi lengua, dos dedos se introdujeron en mi boca, chupé una axila, saboreé la sal de esa axila, unos labios atraparon mi pezón. El tuntún de los tambores, cada más grave, me retumbaba en la vulva, en la yugular, en las piernas y entonces una mano me agarró del pelo. Un tirón en el pelo de mi cuerpo de allá, pero que mi cuerpo, el de acá, sintió como propio. Atrajo mi cabeza con una violencia suave, sostenida. Sentí la mordida en la zona blanda de la nuca, donde nace el hombro. Una mordida deliciosa que yo deseaba incluso antes de ver la boca, de oler el cuerpo; Mordió y después volvió a morder más fuerte hasta provocar un placer de desquicio, y mientras mi cuerpo de allá se entregaba a la boca, cerré los ojos de mi cuerpo de acá para sentirla también yo y supe que a lo lejos, más allá de la gente y de las mesas, de las camionetas estacionadas, de las banderas y de los tambores, algo me vigilaba. Abrí los ojos y busqué, entre los pinos, unos ojos, encendidos, feroces, iban y venían uniendo mi cuerpo de allá, el que se perdía entre los otros, y el de acá, el de la mesa segura. Y gocé todavía más, consciente de esa vigilancia, no supe bien por qué. Gemí y oí mis propios jadeos, allá en el otro cuerpo, hundido en aquel barro de palabras agónicas, de lenguas ojos sudor dedos súplicas flujos vergas. Vergas duras como mástiles. Calientes en mis manos en mis pechos en mi pelo. Escupiendo su semen en mi boca. Yo, la de acá tenía vulva inflamada como respuesta a esas manos que tocaban mi cuerpo de allá, a esas bocas de fuego que recorría con mi lengua, allá, a los cuerpos que sorbía que lamía que frotaba con manos piernas con los labios en una lucha a muerte.
Osvaldo habló. No sé qué me dijo. Me cerré la chaqueta con vergüenza, los pezones duros se marcaban en mi remera. Volvió a acomodar las hojas del diario. Ya no había tanto viento, las banderas de la comparsa colgaban como trapos. Volví a poner una mano entre mis piernas y las crucé, sentí la humedad mojándome la ropa. Presioné con los dedos el clítoris erecto. El placer me punzó el vientre, una explosión de calor me llegó hasta las rodillas, la respiración afiebrada. Presioné otra vez, para repetir el placer. Y otra más. Los tambores seguían sonando insoportablemente cerca, abombantes. Miré de reojo a Osvaldo.
Tamborileaba un dedo sobre la mesa. Bostezaba, y la papada se movía bajo la barba gris. Puse la otra mano sobre su rodilla. Bermudas color caqui, camisa a rayas, mocasines. Vi esa mano ahí, sobre su pierna, en el mismo gesto un día y otro y otro más, en el mismo, idéntico gesto de hace treinta años. Mi mano del cuerpo de acá, el cuerpo de siempre. Mi mano tan blanca. Tan vieja. Tan casta. La otra acariciando mi cuerpo. El llanto me subió a la garganta.
Suspiré fuerte. Tan fuerte que el suspiro sonó como una queja. Osvaldo me miró y me faltó valor para dar vuelta otra vez la cara. Nos miramos un rato largo. Después dobló el diario en cuatro. Las hojas se le volaban. Las aplastó con los platos, con los pocillos vacíos. Pidió otro café. Había vuelto a bostezar. Me miró con los ojos húmedos.

Empezó a hacer frío. La muchacha seguía bailando.





*MORDIDA DELICIOSA de Flavia Pantanelli esta incluido en el libro HACEME LO QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015)



-FLAVIA PANTANELLI es fonoaudióloga y cuentista. Vive en Buenos Aires, Argentina. Empezó a escribir en los talleres de la municipalidad de San Isidro en 2011. Se formó con los escritores Bea Lunazzi, Ariel Bermani, Silvia Plager, José María Brindisi, Pedro Mairal, Osvaldo Bossi, Félix Bruzzone, Elsa Drucaroff,  Jorge Consiglio y Christian Kupchik. Realizó la Formación Intensiva en Escritura Narrativa de Casa de Letras.
Sus trabajos fueron distinguidos en concursos municipales, provinciales, nacionales  y europeos, como Manuel Mujica Láinez, Lomas de Zamora, Fundación Victoria Ocampo, Colegio de Escribanos de Provincia de Buenos Aires, Consejo Federal de Inversiones, Concurso Federal de Relatos, Cuentos para el andén y otros.
Publica desde 2013 en revistas literarias y en antologías de nuestro país,  Brasil,  España y Estados Unidos.  Participa de los proyectos solidarios PH15 (Argentina) y 30 SONRISAS CON HISTORIA (España).
Traduce del italiano y realiza trabajos de edición para editoriales independientes.
En 2015 publicó los siguientes libros: HACEME LO QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015) y CARNE ROTA (Modesto Rimba, Buenos Aires, 2015, Segundo premio del Concurso de la  Fundación Victoria Ocampo).  Su libro  EL EXTRAÑO LENGUAJE DE LAS CASAS es finalista de la convocatoria de la editorial Pelos de Punta 2016. Su libro FARALLÓN  se encuentra concursando en nuestro país y en España. En este momento trabaja en su novela MANUAL PARA NO MORIR.












Venganza*



*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com


Decide suicidarse por sus problemas de dinero y por la tortuosa relación con su esposa. Ha intentado el divorcio pero ella, con argucias legales, lo ha pospuesto. En la alacena busca el veneno para ratas, encuentra el detergente, herramientas, y el barniz para madera, pero no está el frasco deseado. Comienza a pensar en su mujer: seguramente lo había cambiado de lugar o, mejor aún, lo había escondido previendo sus intenciones de matarse y, así, continuar la tortura de todos los días. El odio crece cuando imagina su risa, la voz que lo despierta todas las mañanas. Se enoja tanto que la tensión inunda su cuerpo. El corazón resiente el esfuerzo y se colapsa lentamente, como un edificio a punto del derrumbe. El hombre se desploma. Antes de morir esboza una sonrisa: sabe que ganó.



*Del libro "Crónicas de Liliput".



-Alejandro Badillo
(Ciudad de México, 1977)

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.














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Una fiesta de casamiento es un suceso en el que todos nos disfrazamos para, finalmente, ser más nosotros mismos.
La primera impresión es la de extrañeza. No andamos por la vida ni de traje ni de vestido largo. Por eso, ver a los rostros familiares sobre elegantes atuendos y bajo extraños peinados, es una imagen que en primer lugar nos hace pensar que todos son diferentes de cuando se encuentran sumidos en sus habituales ocupaciones.
A medida que se van sucediendo las horas y las fases del festejo, las personalidades superan el exterior modificado, y se exacerban de tal modo que culminan en caricaturas de grueso trazado.
Entonces un observador sentirá una enorme tristeza, y ocasionalmente le nublarán los ojos lágrimas de piedad por sus semejantes y por él mismo, tan reducido, como siempre, al personaje en la obra de teatro que por nombre lleva un sucinto “el observador”.

La rubia espléndida, de cabeza pequeña y cabellos lacios, reirá con alegría toda la noche. Caminará por el salón constantemente, rozará el brazo o la espalda de los maridos de las amigas, su vestido será revelador. Lástima la edad, lástima que los gestos y maneras ya no le quepan exactamente. Una pena que siga interpretando la adorable adolescente que fue y ya no es. Pero debe ocupar el lugar de la proa en la lancha anclada frente a la playa, debe ser despreocupada y feliz hasta que duela. Se va a sacar los zapatos, caminará descalza para sugerir desnudeces mayores. Debe interpretar el rol.
Los amigos del novio tienen el mandato de ser barulleros, de tomar un poco más de lo que les requiere el cuerpo, de quedarse hasta el final formando una hinchada compacta. Se puede ver una pelota invisible, el potrero, los números en la espalda. El diez adelante, el arquero siguiendo el grupo y meneando la colita cuando recibe una palmada de aprobación.
El invitado de frente estrecha y cabello crespo bailará como un mono. Cuando sea el momento del cotillón, los senos de plástico y la mazorca de utilería aparecerán mágicamente en sus manos. Aún dentro de la bolsa ya le pertenecían. Su mujer se reirá de las payasadas, ocultando (sabe hacerlo) la íntima humillación. Yo también me reiré cuando pase exhibiéndose, pero no podré mirarlos a los ojos.
La niña eterna hará sus mohines y montará su propio espectáculo para lograr por algunos momentos la luz del reflector. Ese es su sitio en la vida. Yo soy así, dirá, yo soy así de loca. Ustedes me conocen, yo soy así.
Las hermanas sin novio, lindas y prolijas, se repetirán en las esquinas. Quién sabe cuánta esperanza habrá habido frente al espejo, y ahora están aquí, recatadas pero anhelantes, y solas. Tan terriblemente solas en una doble soledad que no hace compañía. Pobrecitos esos labios sin besos. La tristeza de tanto amor congelado, tanta caricia fantasmal. Bonitas y sonrientes, tan solas, tan decepcionadamente tristes.
Y mientras tanto las ceremonias incomprensibles, atávicas y con los significados perdidos a fuerza de repetición. Bailar. Moverse sensualmente al compás de una melodía. Realizar los movimientos del sexo para todos y para nadie. Sólo las parejas justificando la seducción del otro porque la intención es real y promete lo que se va a dar. Pero los niños, pero los ancianos, pero las mujeres que bailan con mujeres. Pero toda esa agitación de caderas y pelvis sin sentido. Y el observador que también baila, extrañado de si, para bajar un poco la comida y poder probar las empanadas calientes que ofrecen los mozos.
Qué linda la fiesta. Todo salió bien. Cuánto comimos, cuánto bebimos, qué dolor en los pies de tanto bailar. Y es cierto. Estuvo linda la fiesta. Hay que mirarla en conjunto, de lejos, y entonces, como la carroza desportillada del carnaval, se ve colorida y feliz.


*De Mónica Russomannorussomannomonica@hotmail.com











*


Bajé tantas veces las escaleras

moviendo el culo

e invocando cada vez

una felicidad distinta.

Un hombre del brazo

un recuerdo de lo susurrado en la noche

todo lo escrito como una niebla difusa

vasos comunicantes entre vida y obra

una mujer en una farmacia

me mira y me ofrece cremas

me dice que voy a envejecer

irremediablemente

me dice

que voy a necesitar

toda la ayuda.



*De  Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com



-Mercedes Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato Grow a lover.












NEBULOSAS*


“A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd”.
Alphonse De Lamartine


Este capricho mío de llorar descalza.
Pertinaz boca que beso y no me nombra.
Pájaro negro que grazna sobre el zumo de mis pálidas lunas

Recién nacida. Vieja rugosa y desdentada.
¿De que múltiples rumores de espejos me arrancaron?
Yo jugaba entre lápidas. Besaba el aura de los muertos.
Árboles tristísimos y trigales venerables.
Y robaba flores a los ricos. Nardos y flores de papel morado.
Bravura de polleras cortas. Trenzas y largas falsedades.
Huía y huía y Dios me perseguía. No me alcanzaba
No lo consigue, aun. No lo consigue.
Fugitiva yegua con crines coloradas.
-¿Tampoco viene este domingo, madre?-
Ella alisaba los pliegues de la almohada.
Una desnudez de hierro la arropaba.
Un vaso de agua y cuatro hembras yertas.

Y el reloj se detuvo. Y la noche.
Quise beber, tirada es sus faldas de albahaca.
Sus manos de Magdalena, cruzadas sobre el pecho.
Leve brisa elevando un cansancio de años.

¿Están todos? No. No están.
¿Por qué esa soledad? ¿Quien te obligó a orinar de pie?

¿Escuchas madre? Es la eterna nebulosa.
Es otra vez el mar… y la rosa y un puñado de sal.
Y una incansable visión de cabezas truncadas.
Y este capricho mío de llorar descalza.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com











*


De chica me sobresaltaban las bocinas de los barcos (especialmente fluviales que eran más insoportables) y los pitidos de aquellas viejísimas locomotoras a vapor. Hoy me sobresaltan las silenciosas despedidas.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com









InvenTREN







El paquete del príncipe*



*Por Fabiana Duarte. allesha2006@yahoo.com.ar



Agosto ya casi termina. Después de una semana de lluvias intermitentes, el cielo se está aclarando. Los hermanos salen a las cinco de la mañana. La ruta está despejada, tienen tres horas de viaje por delante. Las noticias advierten que el río Salado está desbordado. Sólo esperan poder entrar al pueblo de Villanueva.
Hace unos días, Gerardo recibió una llamada de su tío. Por el tono de la voz, advirtió que lo que su tío le iba a pedir era importante. “Pasá en la semana a buscar las llaves. Gracias, Pájaro —dijo el tío— sabés que a mí me hace mal volver. Y, pensá en eso que te dije… de vender. La casa se está viniendo abajo”.
Después de meditarlo un poco, Gerardo, llamó a su hermana para decirle que tenía que ir a buscar algunas cosas del abuelo. Que iba a volver al pueblo. Desde que su padre no está, se dirigen a él por los asuntos familiares. “Acompañame, Chula… vos también tenés que estar ahí. Te espero el viernes, te quedás a dormir y salimos el sábado temprano. Dale Chulita, pedimos pizza y helado”, la tentó. Su hermana menor, Julieta, está de novia. Hace unos meses, se fue de la casa para vivir con Leo, el mejor amigo de Gerardo. Extraña las madrugadas de hermanos. Reír a carcajadas con películas como Tonto y Re Tonto, o ponerse melancólicos recordando siempre las mismas anécdotas de su padre.


La hermana de Gerardo apenas sube al auto, se duerme. Estuvieron viendo la tele y charlando hasta las tres de la mañana. La mira. Lo tranquiliza saber que de verdad está enamorada.
Él no pudo dormir. La última vez que estuvo en el pueblo de Villanueva, tenía quince años. Siempre se sintió atraído por el encanto de ese pueblo de 537 habitantes. Alguna vez pensó en quedarse a vivir ahí. Pero el abuelo Alcides, decía que era un pueblo de ferrocarrileros. Que él tenía que estudiar y recibirse de algo. En el 2005 cuando los trenes de pasajeros dejaron de parar en Villanueva se mudó a la capital, con su papá y su hermana. Empujado por las palabras de su abuelo y las aspiraciones de su padre. Buscaban un mejor porvenir.
Al pasar Ranchos, deja atrás la ruta 29. Ingresa por un camino de ripio que los lleva al pueblo. Gerardo se adentra en un horizonte de campos verdes. El auto, esparce una nube de tierra que se eleva y se desintegra en el aire. Por kilómetros, alambrados y postes lo acompañan. Algunas vacas pastan a lo lejos en medio de la inmensidad. Baja el vidrio de la ventanilla, respira profundo. Zamarrea a su hermana para que despierte.
Estaciona el auto en la explanada de la vieja estación del ferrocarril Roca. Julieta baja del auto, estira el cuerpo. Se despereza, levanta los brazos por encima de la cabeza. Da un giro de 360 grados muy lentamente, observa el lugar.
—Está todo igual, Pájaro. —dice Julieta, ajustando la altura de sus anteojos.
—Dejá de decirme Pájaro, que ya estoy grande. —Gerardo mira a un lado y al otro de la calle.
—Entonces vos dejá de decirme Chula. —Sin mirarlo, ella escribe un mensaje en el celular.
—No empieces Chula, guardá ese aparato de mierda, anoche no paraste de mandar mensajes.
—Le aviso a Leo que llegamos y lo guardo —dice ella—¿Vamos a la casa del abuelo primero?
La casa de su abuelo paterno, Alcides Goñiz es un chalet modesto. Está cruzando la calle, justo frente a la estación. Su abuelo había sido jefe de estación del Ferrocarril Roca, con base en Villanueva, desde los veintiocho años hasta que se jubiló. Toda una vida dedicada al ferrocarril, solía decir su abuelo, mientras se estiraba el chaleco y se ponía, orgulloso, la gorra.
Gerardo busca las llaves en su bolsillo. Ingresara a la casa. Por un momento, él vuelve a ser el niño que venía corriendo de la escuela, entraba a ese comedor y pasaba directo a la cocina. Su abuela los esperaba siempre con el almuerzo recién preparado.
Todo está detenido en el tiempo, una capa de polvo cubre los muebles. El olor a humedad es penetrante. Le pide a su hermana que abra las ventanas. Recorren la casa, llena de recuerdos. En el baño, Gerardo se asoma al viejo botiquín de tres puertas, una de ellas tiene el espejo roto. Abre la puerta del medio. Solo hay una brocha de afeitar, la saca y hace la mímica de enjabonarse. La brocha tiene los pelos resecos y duros. Recuerda a su abuelo, cubriéndose la barba de jabón. “Para afeitarse hay que usar una brocha de pelo de tejón, Pájaro. Es el único pelo de animal que retiene el agua”. Él nunca supo qué clase de animal era el tejón.
Escuchan que llaman a la puerta, se asoma Julieta. “Es un vecino,  quiere hablar con vos”, le dice al hermano.
En la vereda el hombre los saluda. Tendrá unos cincuenta años, Gerardo lo recuerda, vive en la esquina. Fue a la escuela primaria con su padre. Tiene la mirada inquieta, como si desconfiara. Les comenta que ya sabía que venían porque habló con su tío ayer. Les cuenta que la comisión del barrio, consiguió el permiso del ferrocarril, para hacer de la vieja estación de Villanueva, un museo ferroviario. “Es para los turistas” dice, sin entusiasmo, mirando hacia la calle desierta. Desde que su abuelo murió, nadie más entró a su oficina en la estación. Les dice que necesitan vaciar la oficina. Que saquen las pertenencias de su abuelo. Les pide que dejen todo lo relacionado al tren y a la historia de la estación. Que la comisión agradecerá los años de servicio de don Alcides, con una placa conmemorativa. También los invita a almorzar un chivito a la cruz, que ya está asándose. Los hermanos se miran.
Gerardo y Julieta cruzan la calle. Bordean el edificio de la vieja estación, todo el predio tiene el pasto bien cortado. A unos cien metros dos galpones inmensos con sus techos de chapas oxidadas, cortan el paisaje. En un costado hay un tractor viejo, tiene los vidrios de las ventanas rotas y las cubiertas de las ruedas arrumbadas, invadidas por yuyos altos. En la estación, Julieta se sienta en el borde del andén. Gerardo hace lo mismo. Luego de un rato, él baja a las vías y camina por uno de los rieles, haciendo equilibrio. Su hermana lo sigue. Una bandada de pájaros cruza la estación de norte a sur. Gerardo mira a lo lejos, tiene la sensación de que en cualquier momento la sombra del tren aparecerá en el horizonte. Se detienen frente a un cartel que amenaza: “Ferrocarril del Sud. Aviso al público. Está prohibido transitar por las vías”.
Gerardo busca en el llavero. Ingresan a la oficina del jefe de estación, es oscura y fría. Abre la ventana que da a la calle. Las partículas de polvo y el olor a papel viejo, lo hacen estornudar. Julieta observa detenidamente el cuarto. Varios cuadros con fotos viejas de la estación, cuelgan de las paredes. También hay mapas, recortes de diarios. Un diploma por el segundo puesto a la “Estación mejor cuidada y embellecida” del año 1982. Todo es una reliquia. Desde el teléfono a disco, hasta la expendedora de boletos de cartón. “Que hacemos con esto July, ¿Se lo dejamos todo, no?”, le pregunta a la hermana. Julieta se encoge de hombros, mientras revisa los cajones del escritorio. Una vitrina antigua de madera tiene los vidrios forrados con papel de diarios desde adentro. Está cerrada con llave. Gerardo busca en el llavero y encuentra una llave pequeña,  abre.
Dentro de la vitrina hay varios papeles, libros de actas, Informes de viajes. También hay un paquete grande, envuelto en papel madera. Tiene varias vueltas con hilo de yute. Tiene pegadas dos etiquetas. Una dice “Fragile” y en la otra dice: “For his Majesty The Prince George of Wales. Enero de 1881. (1)
—July, mirá… —llama a su hermana—¿Te acordás de esto?
Julieta se acerca, toma a su hermano del brazo y se queda boquiabierta mirando el paquete.
—¡Sí! Es el regalo para el príncipe. El que llegó por encomienda ferroviaria, una semana después. El abuelo nos contó la historia miles de veces. No lo pudieron devolver a quien lo mandó porque no tenía remitente. El abuelo cansado de verlo en la vitrina, lo mandó a la embajada, pero se lo devolvieron, por razones de seguridad, según dijeron. Nunca quiso abrirlo. ¿Te acordás lo que decía cuando le pedíamos que lo abra, Pájaro?
—Mientras yo viva, nadie va a abrir este paquete —dice Gerardo.
Se adelanta y agarra la caja, es la primera vez que la tiene entre sus manos. La zamarrea tratando de escuchar si hay algún contenido. Un golpeteo seco en el interior de la caja, indica que hay algo.
—¿Qué hacés, Pájaro?  Dejá eso, mirá si se rompe…
—No sabemos lo que hay adentro. Yo lo abro. —dice y toma el paquete, resuelto a descifrar el misterio de tantos años.


“¿Hola, tío?  Sí, fui el sábado pasado con July… No. No me traje mucho tío, unas fotos que a July le gustaron, un libro de novedades escrito de puño y letra por el abuelo con muchas buenas anécdotas. Quizás sirva para un libro. Ah… ¿Te acordás de Rigoberto? Rigoberto, el loro de la abuela, sí bueno, ese…  Lo tenía el vecino, dice que como la hija está embarazada, ya no lo pueden tener. También me lo traje ¿Sabías que los loros viven hasta 70 años? Sí, se fijó July en internet… y no sé, este debe tener como treinta años. Cuando yo era chico ya estaba. No sabés cómo habla”
“Tío ¿Te acordás del paquete misterioso que el abuelo no quería abrir? Ese… que era para el príncipe, sí. Bueno me lo traje también. Lo abrí. Sí. Es una bombardina. Una bombardina, tío… Un instrumento de viento, una especie de corneta, es muy linda, sí… ¿Vos la querés? Porque quiero  aprender a tocarla. No, no tengo idea cuanto sale… Sí, es del 1800 supongo. No se, puedo averiguar. Bueno, te mando una foto. Ah, tío… Yo no quiero vender la casa del abuelo. Ya lo hablamos con July. Hay muchos recuerdos ahí… De nuestra infancia, de mi papá. Él nació en esa casa. Sí querés nos juntamos el domingo en casa y lo charlamos.”




(1) El príncipe George, nieto de la reina Victoria y futuro rey de Inglaterra, pasó por Buenos Aires en el buque Bacchante. El 1ro de Enero de 1881 realizan un viaje a la estancia Negrete.  El príncipe y su comitiva, llegan a Villanueva a las 19 hs. en un tren especial de la empresa de capitales británicos, Ferrocarril del Sud.




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-Fabiana Duarte nació en Capital Federal. Ha publicado para la Editorial Pelos de Punta, Antología de cuentos de terror, tomo 11 Lista Negra (2016), y en la revista de literatura digital El Narratorio (2016/2017). En la revista de literatura Kundra (2017) Fue mención especial en el Concurso de Narrativa La Pluma Azul de la Municipalidad de Malvinas Argentinas (2015), segundo premio en el Concurso Literario Barracas Al Sud de la municipalidad de Avellaneda (2016) y Mención de honor en el Certamen Internacional de Narrativa de Mis Escritos (2016), La UNLP en la cátedra de Lenguaje Visual 3, eligieron en 2016 “El Walichú” y en 2017  “El Vástago” cuentos de su autoría para el proyecto Libros Solidarios, destinados a Instituciones Educativas. Actualmente forma parte del proyecto Bajo Consumo, Colectivo fotográfico. Está trabajando en su primer libro de relatos “La imposibilidad de sostener la mirada” y en su primera novela.






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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

ENRIQUE FYNN.

PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.  MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.


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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

POLVAREDAS. 

JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.  FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.  
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY. ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.



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