domingo, abril 23, 2017

NADA MEJOR QUE HUIR HACIA LO AJENO…


*Ilustración: Ray Respall Rojas






ANA LA DEL ESPEJO*



*De Marié Rojas Tamayo.



Se miró en la luna del botiquín. El moretón de ayer comenzaba a amarillear y la hinchazón había bajado. Cubrió con base y polvos las zonas más notables. Su reflejo la miró alejarse. Cada vez se sentía menos identificada con ella. A la lástima que sentía por la criatura tridimensional, se sumaba una rabia creciente, difícilmente contenible.
Los gritos no se sentían del otro lado del cristal. Ana, la del espejo, dormía en la oscuridad. Se despertó sobresaltada cuando la otra accionó el interruptor del baño, abrió el grifo y dejó correr el agua sobre el corte encima de la ceja. No pudo creer los extremos a los cuales había llegado la tolerancia de su doble. Esa noche mataría a la bestia y las dos serían libres, con el paso del tiempo regresaría la luz a sus miradas, volverían a ser bellas.
Se hizo la luz de nuevo, no sabía cuánto tiempo había transcurrido, con seguridad no más que unas horas, la herida de la ceja continuaba abierta. Una magulladura en el borde del labio de su doble, le demostró que con el mero hecho de desearlo, no podía cambiar la realidad. La bestia seguía viva, transformándole el rostro… Arrasada ante la impotencia, Ana, la del espejo decidió suicidarse.
Esa noche, cuando la mujer terminó de lavarse el maquillaje con que había intentado ocultar las marcas, no reconoció la imagen que vio reflejada en el cristal. “Tengo que volver a ser yo”, pensó y se internó en la oscuridad de la vivienda.




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-Marié Rojas Tamayo. La Habana, 23 de mayo de 1963. Licenciada en Economía del Comercio Exterior. Miembro de la UNEAC. Algunos libros publicados: La casa sin puertas –Ecos y sombras que cuentan historias-, Villa Beatriz, Mundo circular -Había una vez un circo-, Tonos de Verde; Adoptando a Mini; De príncipes y princesas; En busca de una historia; España. Villa Beatriz; El día que no salió el sol; Laurel y Orégano; El mundo al revés, Cuba. Su obra ha obtenido más de 50 reconocimientos internacionales, entre ellos el XX Premio Ana María Matute, Premio Andrómeda de novela de ciencia ficción o fantasía y Mención de Honor en el Premio Lazarillo de Tormes, España. Publicada en más de 60 antologías. Ha colaborado con publicaciones periódicas de más de veinte países. Miembro de la Red Mundial de Escritores en Español, REMES.







NADA MEJOR QUE HUIR HACIA LO AJENO…








LA MADRE DE JULITO*




*De Flavia Pantanelli.


De tu lado del dúplex escuchás que la madre de Julito levanta la persiana que da al mar. Las tablas se van arrollando con cada tirón que ella, del otro lado de la pared, le da a la correa. En seguida empezás a oír los golpeteos de la cuchara contra la medianera. Rítmicos. Suaves al principio. Después se van volviendo más intensos. Mirás el reloj, tratás de enfocar en el cuadrante. Nueve menos veinte. No hace dos horas que te acostaste. Así no se puede, no hay cuerpo que aguante: la nena, toda la noche con fiebre. Hace ¿cuánto? nada, que conseguiste que se duerma. El ruido empieza siempre igual, un golpecito, otro y después un llamado suave. Uno, dos, tres segundos y vuelve el sonido que va subiendo, como cada día, hasta transformarse en un grito. Y enseguida la voz de la madre de Julito: acá estoy, Julito.
Acá estoy. A ver, grande esa boca que te traje la manzanita. Qué rica la manzanita. Ahora le debe estar dando el puré de manzana, porque por un momento deja de escucharse, a través de la pared tan delgada de esta construcción de playa, el golpeteo de Julito y el grito, y por un rato solo escuchás el choque de la cuchara contra el plato, rítmico, eficiente. Y después, la cuchara que golpea contra la pared y un sonido que es como una tos o un ladrido, suave, y una vocal, la a, podría decirse que es, pero puede ser también una o, constante, como un rezo, que acompaña el golpeteo de la cuchara contra la medianera y vos te das cuenta que está contento, que la manzana le debe gustar, y pide más. Come mucho, Julito, es glotón, le gusta lo dulce, aunque tarda tanto en comer porque le cuesta tragar. Ale se da vuelta en la cama, estira el brazo, te acaricia la cintura, te agarra un pecho. Girás en sentido contrario, te hacés un ovillo, ponés la cabeza debajo de la almohada. Querés dormir un rato más. Tenés tanto sueño que te dan ganas de llorar. Suspirás hondo y es casi como una queja. Ale te da un beso en el pelo, se levanta. Camina hasta la cómoda, agarra unos bóxer, se los sube. Va hasta la cocina. Oís el ruido del agua que llena la pava, enciende la hornalla con un fósforo.
Acá tienen por costumbre usar fósforos. Es como un ritual de hace años y es solo de acá, de vacaciones. Como el mate cocido o la siesta. Un ritual de acá que no se repite en ningún lado. Nada de encendedor, de magiclick. Fósforos. Churros en la playa. Crucigramas. Esas cosas que hacen que los días de vacaciones sean algo distinto aunque sustancialmente siempre lo mismo. Ale entra al baño, cierra la puerta corrediza, revuelve cosas en el botiquín, en el placar, sale. Los ruidos de esta parte del dúplex se mezclan con los golpes amortiguados que vienen del otro lado de la pared. Te levantás, abrís las ventanas de tu cuarto, del living, el sol va entrando en todas las habitaciones de este lugar que fue el sueño de tu mamá. Tu mamá y esa casita en la costa, llena de caracoles y velas azules, de cuadros de peces y redes de pesca, lleno de fotos de tu padre, de vos y tu hermana, con sus paredes amarillas y sus lavandas y hortensias en los canteros. Este dúplex sobre la playa, que desearon tanto, que disfrutaron tanto ella, vos y tu hermana, las tres juntas, antes de que tu hermana se fuera a vivir a Barcelona y que desde septiembre te quedó en herencia. Ale trae el café, las tostadas. El sol ya está alto sobre el mar. No hay viento. La nena duerme. Ale estira el brazo, te agarra del cuello. Su piel huele a sol, a mar. Despacito va erizándose el vello de tus brazos, de la nuca. Los dientes de Ale se ensañan en tu oreja. El aliento fuerte del café de la mañana.
Te despierta el ruido, del otro lado del dúplex, de la persiana al levantarse, después el ir y venir de las chancletas de la madre de Julito, la puerta corrediza del baño y el agua de la ducha golpea contra los azulejos. En tu habitación el polvo suspendido baila en los haces de luz. Te quedás mirando ese polvo como si vieras nevar. La luz pasa a través de la persiana y dibuja circulitos en el placar, en la pared que da al baño, en la puerta. Ale se remueve en la cama, estira el brazo, apoya la mano sobre tu espalda. Su mano baja, lenta, hasta la cadera, sube hasta el hombro. Repite el recorrido una, dos veces. Ale se acerca, te abraza, pone una pierna sobre tu cintura y así se queda dormido, un rato más. El polvo suspendido brilla en la luz te quedás viendo como si fuera nieve que cae. Te quedaste con las ganas de ir estas vacaciones a Nueva York, de ver la nieve sobre el famosísimo árbol de navidad. Con semejante panza, dijo el doctor, ir a Nueva York es una locura. Y no te dejó. Ya estás de siete meses pasados. Casi llegando a ocho. Ahora la madre de Julito debe haber terminado de bañarse porque ya no se escucha el sifón del agua al pasar por el caño ni el golpe en los azulejos, pero en cambio llega, claro, el chirrido de la puerta del placar. Pensás que ahora se debe estar secando. En la pared, detrás de tu cama, empiezan a sonar los golpecitos de siempre. Si no fuera por Clarita, con lo que le gusta el mar, no venías ni loca este año a la costa. Por Clarita, y porque el dúplex esta temporada no lo pudiste alquilar. Y eso que le bajaste el precio. No lo pudiste alquilar ni siquiera una quincena. Ni siquiera la segunda de enero. Aunque hicieron esa fiesta por el fin de año, con los fuegos artificiales, en la playa, y el cura bendijo el agua y tiraron las flores blancas al mar, como hacen en Brasil, vino muy poca gente y no pudiste alquilarlo. En el trabajo de Ale cada vez son más las cesantías, los adelantos de vacaciones, los retiros voluntarios. Cada lunes Ale se va a trabajar pensando que por ahí ese día le llega el telegrama. No te dice nada, para no preocuparte, y después lo ves tomarse una aspirina, un antiácido. No te dice nada de sus miedos y, eso, justamente es lo peor: la sonrisa rígida a la mañana al tomar el desayuno, el silencio pétreo al despedirse de vos, pasar la mano por tu panza, al besar a la nena.
Escuchás a la mamá de Julito abrir, cerrar el botiquín, el placarcito del baño, te la imaginás en la rutina de cada mañana: pasarse rápido la toalla por la cara, bajar por el cuello, las axilas, la panza, llegar a la parte interna de los muslos, blancos, casi vírgenes con esa mata de vello enmarañado, completo que pensás que tiene, un hilo de agua chorrea por sus piernas, tocar apenas ahí, entre los labios, y después seguir, como cumpliendo con un trámite, con la tarea rítmica, eficiente, de secarse las pantorrillas, los tobillos, los dedos de los pies. Después se debe abrochar el corpiño, subirse la bombacha a las apuradas, mientras se arregla un poco el pelo, cortito, sin tintura, y sale del baño. Se escucha todo a través de estas paredes que parecen de papel: la puerta que se cierra y en seguida la otra, la de la cocina, que se abre. Todo, se escucha. Todo. Te das vuelta en la cama, te agarrás la panza con las manos: apenas te movés se te pone tensa, como una bala de cañón. Sí. Con semejante panza ir a Nueva York habría sido una locura. Apenas te movés te duele el costado izquierdo y te tenés que volver a acomodar. La panza ya te aprieta el estómago, te da acidez. Los últimos meses son difíciles pero a vos te parece que este embarazo fue más duro que el de la nena. Escuchás los ruidos que vienen del otro dúplex. Si no fuera por Clarita, que le gusta tanto el mar, este año te quedabas en Buenos Aires, debajo del aire acondicionado. Por la nena y por Ale, que necesita pensar en otras cosas que no sean las suspensiones en el trabajo y porque tenés el dúplex vacío, que lo único que te da es gastos.
Ponés la cabeza debajo de la almohada, te tapás de nuevo. Querés dormir, vos también, un rato más.
Te levantaste tarde, el sol está ya alto. Salís para la playa con el bolso de lona, las paletas, la canasta con el mate. Ale te espera en la carpa, con la nena y el bebé. La madre de Julito te saluda, lleva un cesto de ropa para colgar y te pregunta, como cada vez, mientras ponés llave a la puerta, si sos vos o tu hermana. Como cada vez, le contestás que sos vos y hacés hincapié en la cicatriz que te cruza el brazo, en lo torcido de tu nariz: todos, te das cuenta, defectos físicos, cosas que te parecen rasgos permanentes, no como el color o el largo del pelo que son datos momentáneos, traicioneros. Sin embargo, podrías decirle otras cosas. Podrías decirle que tu hermana ahora vive en Barcelona. Decirle yo soy la que está casada con Ale, o yo soy la que soy la madre de Clara y Lauti. Pero no. Insistís con lo del brazo, con la nariz. Te tomás tu tiempo en contarle lo de la cicatriz aunque sabés que no le interesa gran cosa porque en el fondo ella quiere llegar a hablar de lo otro , y justamente por eso, para vos, todo es cuestión de hablar de cualquier otra cosa, de hacer tiempo y tratás, como siempre, de llevar la conversación hacia un lugar seguro para poder despedirte sin tocar el tema, así que hacés un comentario sobre el clima, charlan del día, que está lindo, le decís que tu marido te está esperando en la playa, con la nena y el bebé y por un momento te tranquilizás, sentís que estás a salvo, que lo vas a lograr y apoyás un pie y empiezás a bajar con lentitud el escalón de piedra mientras ensayás una despedida y pensás en la playa, en el día radiante, en los chicos que te esperan en la carpa treinta y dos del balneario, con los tejos, las paletas, y Ale que te va a mirar fijo con sus ojos verdes mientras caminás por la arena y pensás que algún comentario va a hacerte sobre la bikini nueva, pero la madre de Julito dice de pronto que tus hijos son hermosos y te tensás porque ves que entran en zona de peligro y después dice que el bebé se parece a tu mamá y sentís ya la presencia monolítica del tema sobre ustedes, y entonces te entregás. Volvés a subir el escalón, la mirás de frente y te ofrecés toda, mansa, a que aborde la cosa de una buena vez para terminar, también, lo antes posible. Entonces, una vez más, como en una coreografía bien ensayada, la madre de Julito pregunta por tu mamá, le decís que murió hace cuatro años, y como siempre, como cada verano, como cada vez que te encuentra en la puerta o en la vereda, la conversación se desliza hacia tu mamá, hacia su cáncer y su agonía y todo lo que parece que nunca fuera a quedar sepultado, aunque ella sí lo esté, hace cuatro años, y aún así, a pesar de la tristeza que se acumula contra el alero, bajándolo casi hasta aplastarte, repetís datos, diagnósticos; síntomas y detalles, porque a ella le interesa. O no. Tanto no le interesa, porque lo que en verdad le interesa es lo otro, pero para vos, aun la muerte de tu mamá, aquella terrible agonía, te proporciona una zona de cierta seguridad, y le das charla diez, quince minutos, mientras ves el sol alto ya por encima de los eucaliptus y seguís hablando hasta que te convencés de que es todo tiempo perdido, y mejor ir de una buena vez al grano, porque ya el verdadero asunto está instalado, el verdadero, el único asunto, el asunto siempre presente, el verdadero y único tema de conversación posible ya revolotea y viene, indefectible, hasta vos. Podrías intentar una última movida, decirle mi marido me necesita, los chicos me están esperando en la playa, decirle tengo que irme con urgencia pero no lo hacés, no sabés si es por culpa o porque no hay forma de soslayar el tema, que hay que abordarlo igual, idéntico cada día, idéntico este verano al verano pasado, al anterior, al otro y al otro y al otro. Inmutable, eterno. Como un peaje que hay que pagar, como una ofrenda. Así que seguís el juego y te entregás a la sucesión de preguntas y apreciaciones que termina siempre así: gran pediatra, tu mamá. Gran pediatra, fue ella la que se dio cuenta que Julito tenía algo.
Al final terminó yendo Ale solo con los chicos al muelle de pesca. Clara con ese mediomundo que es más grande que ella, Ale con la caña corta y Lauti con la bolsa de
almejas que juntó toda la mañana. Ahora que no están, el dúplex parece más grande, todo es silencio, el sol entra oblicuo a través del tragaluz y vos aprovechás y te sacás la bikini con una libertad robada, entrás al baño, abrís la canilla de agua caliente, te metés debajo de la ducha. El chorro de agua te masajea la cabeza, la nuca, cerrás los ojos, respirás hondo. A través de la pared se escucha que la madre de Julito entra a su departamento, la puerta se golpea fuerte, por el viento. Cerrás las canillas, estirás la mano y agarrás la toalla. Sentís la piel quemada por el sol del mediodía, abrís el botiquín, agarrás la crema y te la pasás por los hombros, por los brazos. Te mirás en el espejo, te estirás las mejillas, te levantás un poco los pechos, hasta el lugar donde crees que estaban antes. Antes de Clara y de Lauti.
Estás muy bronceada, te gusta verte la piel de los pechos, tan blanca en comparación con el resto del cuerpo. Te pasás crema, te masajeas, volvés a pensar qué lindo sería tener los pechos como los tenías antes, y cantás la última de Laura Pausini: Gente. Odiás a Laura Pausini, ese agudo constante, inalcanzable te tiene harta y sin embargo, cantás la última de Laura Pausini, porque la ponen todo el día en el balneario, en los cafés, en los negocios, y es así que sin saber por qué y contra toda voluntad, te encontrás cantándola. A través del tabique, y a pesar del ruido que estás haciendo, oís que la madre de Julito canta, también.
Prestás atención. A guardar, a guardar, la canción que cantaste hasta el hartazgo cuando trabajabas en el jardín de infantes. Hace rato que estás pensando en volver a trabajar. Los chicos ya están grandes y Ale en el trabajo nuevo no gana ni la mitad que en el otro. Hay veces que no sabes cómo decirle que la plata no rinde como antes. No es que te importe la plata, si fuera por vos, que vaya a trabajar gratis, después de verlo esos cuatro meses en casa, sin afeitarse, sin sacarse el piyama en todo el día. Del otro lado del tabique te llega el ruido de la correa, la persiana que se alza. Un tramo, dos tramos, hasta arriba. Julito ya debe estar despierto de su siesta. Terminás de pasarte la crema, de desenredarte el pelo. Caminás hasta el cuarto. Ropa interior y shorts. Acá se puede estar todo un mes en shorts.
Esas cosas que te hacen sentir de vacaciones. Fósforos, crucigramas. Churros en la playa. Shorts. Un trabajo de medio tiempo, aunque sea, para tus gastos y para las vacaciones. Por un lado es una suerte tener el dúplex pero a veces estás aburrida de venir siempre al mismo lugar. Si no llegas a alquilarlo, te queda de clavo, todo el año. Volver a tener grado, no. En un consultorio, en una oficina, podría ser. Un trabajo de medio tiempo, mientras los chicos están en la escuela. Te ponés los shorts y te pasas las manos por la espalda, te duele la cintura. Los chicos están pesados, ya, y todavía, cada tanto, quieren upa. El que más te pide es Lauti, que ya va para los siete. Un trabajo, ahora que los chicos están grandes, que ya casi no te necesitan. Dejame que te cambie, escuchás que dice la madre de Julito, del otro lado de la pared. Te preguntás cómo hará esa mujer para levantarlo, para moverlo con lo enorme que está. Una vez, hace un tiempo, la viste cuando le estaba cambiando el pañal.
Vos pasabas apuradísima, que te estaban esperando en el auto, y ella tenía la puerta abierta casi por completo y no sabés por qué, no pudiste evitarlo, te quedaste ahí, mirando cómo lo cambiaba. Julito estaba tirado en el sofá cama que tienen en el living para las visitas. Nunca viste que nadie viniera de visita en todos estos años. Te quedaste mirando la colección de cucharitas, de platos, que colgaban de las paredes un poco descascaradas, ennegrecidas por las manos de Julito y por el hollín de la estufa. A pesar de que lo cambiaba con cuidado, se derramó pis sobre la sábana que había puesto. Ella le pasó una esponja por el cuerpo. Julito tenía la vista clavada en un punto, por ahí era la lámpara. Laleaba y movía las manos delante de los ojos y la madre cantaba sobre el laleo, el payaso plin plin. Ahora que la escuchas cantando tortita de manteca, pensás cuanto le gusta a julito que la madre le cante. Imaginás que una sonrisa se debe dibujar en la boca de Julito. Esa sonrisa oblonga que le conocés, que le arremanga las mejillas y le cierra los ojos y seguro que la madre de Julito sonríe también, porque escuchás que le dice, esta no te gusta, ¿eh, Julito? te gusta el payaso plin plin, ¿eh? y en una de esas le toca la nariz, y dice como diría cualquier mamá, como le decías vos a los tuyos, de bebés: achís, Julito, achís. Y Julito, seguro, sonríe aunque ha de ser una sonrisa refleja, pensás. Una sonrisa refleja, por ejemplo, porque justo la madre le está tocando con la esponja los testículos, el pene, que de a poco se le va endureciendo, levantando. No sabés cómo se te ocurren pensar algunas cosas. La madre debe ver esa sonrisa del hijo y seguro sonríe ella también, porque siente que la reconoce y Julito no deja de sonreír, sigue sonriendo mientras se toca y empieza a balancearse hacia adelante, hacia
atrás, cada vez más rápido, cada vez con más fuerza. Rocking, te dijo alguna vez tu mamá que se llama esa forma de moverse. Y después lo estudiaste en el magisterio, también. No, Julito, no, le escuchás decir a la madre. Esperá que te ponga de nuevo el pañal. Le pone el pañal y le sube el short y seguro le da una galletita, de las Manón o cualquier otra de leche, que le gustan con locura. Y después junta el pañal sucio, las sábanas mojadas y se seca del cuello una gota de saliva que la lengua de Julito no puede retener.
Se te hizo tan tarde sin darte cuenta. Ale ya debe haber llegado del supermercado con la nena. A Lauti, en cambio, no hay quién lo saque del agua si no es bajo amenaza y te quedaste casi una hora esperándolo en la orilla. Subís los escalones de piedra de dos en dos. Iba a venir la mujer de la inmobiliaria con una gente interesada en el dúplex. En otro momento ni hubieras considerado la oferta. Pero este año, sí. Decidiste que es hora de venderlo. Al primero que aparezca. El año que viene Clara cumple los quince y vos querés, en vez de la fiesta, llevarlos a todos a Disney. Lauti trepa por la baranda y vos casi chocas con la madre de Julito, y con Julito en la puerta. Lo llevo un rato a la playa, dice, ahora que bajó un poco el sol. Le encanta la playa, dice. Te gusta la playa, ¿no, Julito? –pregunta alzando la voz. Julito mira un punto lejano, perdido. Se balancea cargando todo su peso en la pierna izquierda y después en la pierna derecha. Una brisa suave le revuelve el pelo.
Sonríe con la boca muy abierta, la lengua un poco afuera. Julito siempre tiene la lengua un poco afuera, esa muy grande, no le entra toda en la boca, se lo explicaste a Clara una vez que se animó a preguntarte. Y le dijiste el nombre médico que tiene: macroglosia, como de chica te explicó tu mamá, la pediatra, cuando, le preguntaste eso mismo, no sabés a raíz de qué, por ahí alguna clase de biología. Y te dijo esa palabra. Macroglosia. Dijo esa palabra y después se rió ella misma de la palabra. Dijo: viste, una palabra tan difícil como macroglosia, que parece tan importante y que lo único que quiere decir es lengua grande.
Tu mamá era así: salía con alguna cosa difícil, solamente para burlarse de eso al momento siguiente. A tu mamá le importaba muy poco la chapa que daban las palabras difíciles: macroglosia, esternocleidomastoideo, sulfamida. Carcinoma. Metástasis. Julito se impacienta, empieza a bajar solo un escalón. Después de tantos años de no venir a la costa, lo encontraste muy cambiado, está casi tan alto como la madre, obeso. Tiene una sombra de bozo, muy negro, sobre el labio y un poco de acné en la cara. Julito se impacienta, salta en el lugar. Mueve los dedos delante de sus ojos. Grita. Sí, te gusta la playa, dice la madre de Julito. Te gusta. Y le pasa la mano por el pelo, le acomoda la remera. Y a vos, ¿te gusta? –le pregunta de pronto a tu hijo. Lautaro termina de trepar por la baranda y se queda quieto, serio, como cada vez que se encuentran con Julito. Mueve las paletas, la mirada fija en su ojota. ¿Cuántos años tiene?, te pregunta. Le decís que diez, para once. Cómo se parece a tu mamá, dice. Hoy tampoco vas a zafar. Tu mamá era una excelente pediatra, vuelve a decirte la madre de Julito casi en seguida: ella fue la primera en darse cuenta de que el nene tenía algo. Movés la cabeza medio en diagonal, en un movimiento que no es ni de afirmación ni de negación sino un poco de ambos, te encontrás moviendo la cabeza así y le decís que sí, que los chicos eran su pasión, aunque no estás nunca del todo segura que fuera cierto nada de todo eso. La pasión de tu madre era el mar, este mar, la única persona que conociste que no se quejaba porque el agua era fría, no se quejaba de las aguas vivas, no se quejaba del viento. El mar y este dúplex frente al mar, que llenó de caracoles y cuadros de peces, de velas azules, y fotos de tu padre, congelado para siempre en aquella juventud que lucía desde las fotos, una juventud que no lo abandonó nunca y que lo había hecho incomparable a cualquier otro hombre vivo. Fotos de vos y tu hermana, de chicas, de cuando eran tan iguales que nadie, nadie las podía diferenciar. De cuando les preguntaban en la calle, en el club, sos vos o tu hermana y ustedes se reían y contestaban soy mi hermana. Este dúplex amarillo que te quedó en herencia hace doce años y al que hace doce años estás pensando vender y nunca te decidís, nunca es el momento, ni la gente adecuada, ni la oferta justa.
Aunque tal vez sí, pensás mejor, sea cierto que tu madre se haya dado cuenta de lo de Julito.
Lautaro entra corriendo a la casa y vos te quedás en la puerta, viéndolos bajar los escalones. Ella lo agarra a Julito del brazo. Van despacio, un paso, después el otro. Cada tanto se paran. Ella le acomoda la remera, el sombrero. Después caminan otro poco más, cruzan la calle, hacia la playa. Ella levanta mucho el hombro del lado que está agarrado Julito, tuerce la columna para el otro lado, como si lo llevara alzado, un poco. A veces, Julito se exalta con el vuelo de un pájaro, un perro que se le acerca demasiado, y quiere salir corriendo. Esperala a mamá, escuchás que le dice. Quedate quietito, escuchás que le dice.
Esperala a mamá, que no puede. Pero él, corre.
Esperame, escuchás que Lautaro le dice a Clara. Va descalzo y el asfalto le quema la planta de los pies. No son todavía las tres de la tarde y ahí marchan los dos, solos hacia la playa. Dicen que es la mejor hora y te acordás de hace mucho, de cuando tenías, también vos, diecisiete años, y te decís que es cierto, que es la mejor hora para aparecer por la playa.
Desde la ventana podés ver cómo caminan separados, exagerando un poco la distancia entre ellos. Van algo envarados, impostando la autonomía. Se hablan girando el cuerpo, se miran a la cara con exceso. Pasando la costanera se ven las voleas, los remates del vóley playero, en el mástil la bandera amarilla y negra que flamea, y los techos de lona rayada de las carpas. Después, el mar que parece no terminar nunca. Te parece que el dúplex nuevo, llegando a la esquina, finalmente se vendió. Sacaron el cartel y hoy temprano viste una mujer muy rubia que vino con el auto. Estuvo casi toda la mañana. Ahora no está más. La madre de Julito escucha tangos. Clara se para en medio de la calle, se acomoda mejor el bolso en el hombro, sacude un poco la melena. Julito debe estar sentado en el balcón, con las piernas cruzadas en posición de indio, como le enseñaron. Escuchás su voz, ese uhuhuú que se acerca y se aleja, seguro que se balancea hacia adelante y hacia atrás. Lalea. Los chicos caminan hacia la playa, el sol no parece aplastarlos, todo lo contrario. Mueven mucho los brazos, duros, como los malos actores, unos brazos que terminan en relojes desmesurados, en incontables pulseras de crin de caballo, cintas de la suerte, en uñas pintadas de todos los colores. Sentís a tu espalda el ruido hueco de una pelota que golpea contra la pared. Tal vez no sea una pelota, sino sea el mismo Julito, que se golpea rítmico, contra la pared. Por momentos parece que siguiera el compás del dos por cuatro. o tal vez sí sea una pelota y cada tanto se le escapa y entonces la madre de Julito se levanta, la busca y se la vuelve a alcanzar y canta, cada tanto, palomita blanca o los mareados. Clara sacude otra vez el pelo, que este año le llega hasta la cintura, las puntas desteñidas, casi blancas.
Lautaro, en patas y sin remera, con el short como se usa ahora, por debajo de las rodillas. A Lautaro no hay quién le haga poner una remera, el sol le pega en el vello de la espalda, que refulge, dorado en la piel oscurísima. Levanta un brazo, fibroso, perfecto, y en la espalda se dibuja el pendular de un omóplato. Saluda al amigo que lo espera en la esquina. El amigo se acerca, se dan la mano de una forma que no viste nunca. Clara le da un beso, puede ser en la mejilla, pero te parece que por ahí no, que por ahí le dio un beso rápido, en los labios, así, como a la pasada. Se quedan un minuto los tres parados en la esquina, hablan algo porque los ves mover las manos, después Clara sacude su pelo de sirena, señala hacia la playa y caminan despacio, hasta que desaparecen de tu vista. Entrás al cuarto tratando de no hacer ruido. Ale duerme, una pierna estirada, la otra a medio doblar, el libro tirado en el piso, abierto casi en la misma página que cuando llegaron de Buenos Aires. Te sacás el short. Te metés entre las sábanas. El vello de las piernas de Ale en las tuyas.
Los dedos de tus pies arrastran la espuma fría y el agua sube por tus piernas, lavándolas de toda preocupación, de todo pecado. Todavía no entendés qué te pasó. Cómo fue que te metiste en semejante desastre. Por más que pienses, no podes decir cómo empezó todo esto, ni tampoco cuándo fue que esa voz, esa cara, el olor de ese hombre se te volvieron necesarios. Y es como una fiebre. Esa imagen, constante, frente a tus ojos, de sus manos pausadas, de las arrugas debajo de sus ojos cuando se ríe, la voz rota, su risa. Y es un enorme cansancio, un suplicio vivir cada día así, con ese hombre plantado en tu cabeza, día y noche, día y noche. Bañarse, hacer las compras, ir al banco, tomar un colectivo, planchar, depilarse, hablar por teléfono, comer, llevar unas flores al cementerio, preparar una torta, llamar al plomero, cargar nafta, ir a la oficina, con él siempre en la cabeza. Y en la oficina, encontrártelo. A él, que vive, se mueve, respira, más allá de vos, de tu hambre, de tu control y tu locura. Acá, en la playa solitaria, te permitís eso: decir su nombre, fuerte, sin miedo.
Mover los labios, vibrar las cuerdas y componer los sonidos de ese nombre que hace meses no te deja. Y Ale: Ale, que no te dice nada. Y eso, justamente, es lo más terrible. Ale, que te mira en silencio. Ale que no te pide explicaciones, no te insulta, no te escupe. Ale, que espera. Que llama por teléfono a media tarde y vos corrés a atender y pensás, es él y sabés que él no puede ser, que él a tu casa no llama, no tiene ninguna razón para llamar, y disimulás la decepción cuando levantás el tubo y escuchás que es Ale que te llama para nada, o no sabés si para nada pero como es Ale y no es él, entonces es para nada. Ale, que te busca en la cama, medio dormido a mitad de la noche, con caricias escritas en la memoria de todos estos años, y vos que respondés, desesperada. Respondés con tu cuerpo hambriento, pero no es para Ale esa respuesta ni ese hambre. No es Ale. No es, no es. No es.
Y quién sabe si él no se da cuenta o si se da cuenta y disimula, ya no entendés nada y todo es tan terrible, cualquier opción es terrible, ninguna es menos feroz que otra. Hace muchas noches que Ale, entre tus piernas, es otro. Con la noche y con la sombra así lo traicionás. No es Ale, es Pablo, el fantasma de Pablo que te toca en la noche, por obra de esta fiebre que te está matando, esta fiebre que se llama Pablo, que está siempre, que no se aplaca nunca. Y Ale que te mira, que no dice nada. Que espera. Ale que espera, en silencio, con su mirada verde, esa amabilidad odiosa, esa inercia detestable. Ale que intuye todo y que no plantea nada. Y su sonrisa de piedra a la mañana al despedirse, su silencio en la cena, su tristeza al tocarte. Y tu hermana, desde Barcelona, que te dice: estos días, los dos solos en la playa, pueden ser un reencuentro. Todos abonan a la teoría del reencuentro, ahora que Clara se fue a vivir con el novio y Lautaro está estudiando afuera. Como si el desencuentro hubiera estado propiciado por los chicos, cuando la verdad es que hace tanto tiempo que ellos son la única argamasa de tu matrimonio. Como decirle a tu hermana que hay días que te despertás y Ale duerme a tu lado y vos lo mirás dormir, sereno, bello, maduro y lo único que se te ocurre es preguntarte, quién es este hombre que duerme acá a mi lado. Quién es, qué piensa, qué hace acá. Cómo es que nos fuimos haciendo tan ajenos, tan lejanos este hombre y yo, este hombre con el que comemos juntos, viajamos juntos, quién es este hombre que conoce cada rincón de mi cuerpo, cada grito de placer y de odio, cada temor, cada miseria mía, quien es, ahora que los chicos no están entre nosotros, quién es para mí.
Pero vos no buscabas un reencuentro con Ale sino poner un poco de distancia con ese otro hombre, que esto se tiene que terminar, te decís una y otra vez, que es una locura, y vos no estás para hacer cosas locas, acabás de cumplir cuarenta y cinco, pero no estás tampoco tan segura de que querés que se termine. Tus piernas siguen caminando, arrastrando todo el mar hacia adelante. Las olas muertas barren la orilla, tus pies levantan la espuma, la arrojan lejos, y repetís, ahora que nadie te ve, ni te escucha, Pablo. Como un mantra que lo aleje, y pulverice su voz, los labios, las manos, y que se lleve con él, también, los agujeros de tu cuerpo, todos. De lejos, reconocés las siluetas de la madre de Julito y de Julito que caminan por la orilla. Caminan hacia vos, despacio. Ella cada tanto se agacha y recoge algo del suelo. Un caracol, pensás, la pinza de algún cangrejito y lo guarda en el monedero. La miras caminar con su pelo corto, sin teñir, ya casi totalmente blanco, bermudas negras hasta la rodilla, malla entera, azul marino, y volvés a imaginártela en el baño, después de la ducha, en el trámite de cada mañana de secarse con una toalla que le traiga algo de sol, de mar hasta esa mata de vello entre las piernas, denso, sin depilar y ahora, imaginás, debería estar gris, lleno de canas. Pensás en ella y te vienen a la cabeza una sucesión de actos, fieles, constantes: subir la persiana, comprar las Manón, tender la ropa al sol. La presencia de Julito, se te ocurre, es una certeza sólida que no deja vacíos para ideas locas. No debe quedar lugar para ideas como Pablo. La ves caminar por la playa, el cuerpo siempre un poco torcido hacia el lado contrario de donde se agarra Julito, como si lo alzara con la fuerza del hombro, sus alpargatas blancas, su monederito en la otra mano, la ves caminar, rítmica, eficiente, con esa expresión tranquila en la cara y se te ocurre una palabra, antigua, casi olvidada: beatífica. La madre de Julito camina por la playa con una expresión beatífica.
Pensás en su sexo dormido, predicho, mineral, esa parte de su vida que le sospechás muerta, el sosiego de esa muerte que en este momento te haría tanta falta. El sol está subiendo y ya calienta un poco en los hombros. Mirás el mar. La luz fabrica miles de cucharitas de plata, la piel te arde y el agua está tan fresca. Das un paso y el agua te cubre los tobillos, otro paso, y ahora te llega hasta los muslos. Sentís el frío tocándote la punta de los dedos, las muñecas, te acaricia la entrepierna, te rodea la cintura. Mar adentro se empieza a formar una ola. Es, apenas, una nada, un doblez. El viento empuja la ola, la infla y crece, la ves crecer, se levanta frente a vos, vertical, transparente. Te quedás muy quieta, el agua al pecho, al cuello, la sal te salpica en la boca. La ola avanza, la cresta ya empieza a desbordar en un rulo. La pared de agua ya está ahí enfrente, tapándote todo, el sol, el horizonte, todo. Te quedás quieta. Tan quieta. Respirás hondo y dejás que todo el mar te pase por encima.
Se ahoga. Cada tanto sentís que se ahoga. Que se agita. La madre de Julito está en el jardín, hablando con la vecina de al lado. Sostiene la palangana roja donde trae la ropa que sacó de la cuerda. Después de tantos años sin verla, la encontrás mucho más gorda. Respira con dificultad, cuando sube los escalones tiene que parar en cada escalón a descansar, se lleva la mano al pecho. Dice, no seas malo Julito, esperá que mamá no puede. Julito, sentado en el jardín del edificio, las piernas dobladas en posición de indio, balancea el cuerpo hacia adelante y hacia atrás. Una y otra vez. Trenza y destrenza los dedos de las manos a pocos centímetros de sus ojos, tiene la cabeza levantada y el sol pasa por entre los dedos haciendo un juego de sombras chinas en su cara. Tiene la barba crecida, como de unos tres días.
Notás por primera vez que Julito tiene la barba llena de canas. En la coronilla, el pelo le ralea. La vecina de enfrene, mientras habla, se mete en la boca pedazos de pan que arranca de la baguette que trajo de la compra. Mastica despacio, como si masticar fuera parte de la conversación, cada tanto alza las cejas, mueve la cabeza o contesta con un sí, un no, un claro y se vuelve a ajustar el nudo del pareo sobre la malla. Hay mucho viento esta tarde, la madre de Julito se sostiene con la mano el pelo que se le mete en los ojos. Busca en la palangana un broche y se agarra con él un mechón de pelo completamente blanco. Pasás con cuidado, tratando de no golpearlas con la rueda del cochecito de la beba. Ale se fue al golf. Clara y Eduardo se fueron a la playa y vos aprovechás para sacar a pasear a la nieta.
Permiso, decís, buenas tardes. Todavía no te acomodás a la idea de que fuiste abuela; o sí, es lo más lindo del mundo pero te cuesta que te digan abuela. Un día, cuando Clara estaba por tener la beba, te encontraste pensando en ponerte un poco de bótox en la frente, otro día te anotaste en el arte de vivir y en pintura sobre tela. Hay meses que no te viene el período, y otros en los que te viene tres veces. Cada tanto tenés los calores. Te empezaron a dar calcio y vitamina D. Vos pensabas que esto de los calores no te iba a pasar. Hay días que te llevarías el mundo por delante. Otros, que tenés unas ganas locas de llorar. Permiso, decís, no querés interrumpir pero el coche es grande, necesitas que se corran un poco sino, no pasa. Es lo más lindo del mundo ser abuela, pero te cuesta acomodarte a la idea. O no te cuesta ser abuela, sino lo que te cuesta es estar en la menopausia. La beba sacude un piecito y mueve el sonajero que cuelga en la punta del coche. Te parás a levantar el escarpín caído.
Ese, que insistís en ponerle a pesar de que es verano, porque se lo tejiste vos, amarillo, porque Clara y Eduardo no querían saber el sexo. Estás levantando el escarpín y escuchás justo cuando la madre de Julito dice, te gusta la playa. ¿No, Julito? Ahí vamos, ahí vamos. Y después, a la vecina de enfrente, voy a llevarlo un rato a la playa, ahora que bajó un poco el sol.



A Julito, in memoriam



**

-FLAVIA PANTANELLI es fonoaudióloga y cuentista. Vive en Buenos Aires, Argentina. Empezó a escribir en los talleres de la municipalidad de San Isidro en 2011. Se formó con los escritores Bea Lunazzi, Ariel Bermani, Silvia Plager, José María Brindisi, Pedro Mairal, Osvaldo Bossi, Félix Bruzzone, Elsa Drucaroff,  Jorge Consiglio y Christian Kupchik. Realizó la Formación Intensiva en Escritura Narrativa de Casa de Letras.
Sus trabajos fueron distinguidos en concursos municipales, provinciales, nacionales  y europeos, como Manuel Mujica Láinez, Lomas de Zamora, Fundación Victoria Ocampo, Colegio de Escribanos de Provincia de Buenos Aires, Consejo Federal de Inversiones, Concurso Federal de Relatos, Cuentos para el andén y otros.
Publica desde 2013 en revistas literarias y en antologías de nuestro país,  Brasil,  España y Estados Unidos.  Participa de los proyectos solidarios PH15 (Argentina) y 30 SONRISAS CON HISTORIA (España). Traduce del italiano y realiza trabajos de edición para editoriales independientes.
En 2015 publicó los siguientes libros: HACEME LO QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015) y CARNE ROTA (Modesto Rimba, Buenos Aires, 2015, Segundo premio del Concurso de la  Fundación Victoria Ocampo).  Su libro  EL EXTRAÑO LENGUAJE DE LAS CASAS es finalista de la convocatoria de la editorial Pelos de Punta 2016. Su libro FARALLÓN  se encuentra concursando en nuestro país y en España. En este momento trabaja en su novela MANUAL PARA NO MORIR.











ENTRE OBJETOS*


*De Natalia Litvinova. litvinova25@hotmail.com




Es culpa del desorden que tenga pesadillas.

No me gesté entre objetos y polvo.

Entrecierro los ojos y voy al vientre.

Nada mejor que huir hacia lo ajeno.



(Del poemario “Todo ajeno", Ed. Vaso roto)


-Natalia Litvinova (Gómel – 1986) Escritora argentina de origen bielorruso, dedicada al campo de la poesía y de la traducción. Publicó: Esteparia (Ediciones del Dock, 2010), reeditado en España y en Uruguay, Balbuceo de la noche (Melón editora, 2012), Grieta (Gog y Magog ediciones, 2012) reeditado en España y en Costa Rica, Todo ajeno (Vaso roto, 2013) y Cuerpos textualizados (Letra viva, 2014). Compiló y tradujo varias antologías de poetas rusos. Siguiente vitalidad (Audisea, 2015) es su reciente poemario, publicado en Argentina y reeditado en Chile, México y España.














Fragmentos de otros*



*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com


Una noche de junio salí del departamento. Me sentía optimista. Mi cuerpo se hundía en el calor del pasillo. El noveno piso tenía el aroma de una fruta navegando en el tiempo. Me dirigí al elevador para bajar a la tienda. Tenía antojo de una limonada para combatir el calor de la noche. Mientras caminaba podía escuchar el susurro de las cucarachas. Era como el transcurrir de un río muerto. Había montones de esos bichos por todo el edificio, sobre todo en verano. Trataba de pensar en otra cosa, deshacer la imagen, cuando vi a un hombre joven afuera del departamento número 6. Parecía esperar a que le abrieran. Miraba la puerta, dubitativo, como si tuviera dificultades para reconocer su existencia. En ese lugar vivía una mujer de unos sesenta años de edad. No sabía su nombre pero a veces la encontraba en el elevador. Me llamaban la atención el tinte rojo de su cabello y sus zapatos blancos de tacón. Supuse que el hombre era un visitante confundido. Para los extraños el edificio era confuso, algunos números no estaban marcados en los departamentos o no había una secuencia. Podría estar el número 3, luego seguir el 10 y, adyacente, el número 1. Cuando pasé junto a él, me detuve y le pregunté:
–¿Buscas a alguien?
El hombre me miró un poco sorprendido. Sus ojos chispeaban. Sus manos tenían un leve temblor.
–No.
Se quedó en silencio, mordisqueando la siguiente palabra. Sabía que esa negativa era, más bien, una invitación a seguir indagando. No suelo intercambiar palabras con extraños, pero el hombre tenía un aura de vulnerabilidad, parecía un niño perdido en un centro comercial, un objeto extraviado de pronto.
–¿Conoce a la señora? –me dijo antes de que intentara una nueva pregunta. Su voz, macilenta, un poco torpe por el nerviosismo, salió como un lamento.
–No la conozco, sé que vive aquí desde hace varios años.
El hombre me miró con una mezcla de asombro y preocupación. El silencio, en los siguientes segundos, fue el de un globo detenido en el cielo.
–Escuche, yo vivo solo en este departamento, el número seis, desde hace años. Hoy regresé del bar y me encontré a esta señora. Me saludó con toda naturalidad, como si yo fuera su esposo, y me empezó a decir un montón de cosas.
–¿Tu departamento es el número 6 del noveno piso? –pregunté.
–Así es.
Cuando mencionó el bar pensé que el alcohol era parte de la confusión. Sin embargo, sus palabras eran firmes. Su gesto, detenido, aún uniforme en su asombro, me seguía interrogando.
–¿Qué haré? Salí un momento a despejarme, pero no sé qué hacer.
–¿Pero es tu departamento?
–Sí. No hay confusión.
Junto a la puerta de entrada de cada uno de los departamentos hay una ventana rectangular. No entra mucha luz y muchos vecinos prefieren tener las cortinas cerradas. Desvié un poco la mirada hacía ahí. El hombre, comprendiendo mi intención, me dijo:
–Acérquese, mire.
Me asomé por la ventana. Había un resquicio entre las cortinas que permitía ver el interior. Ahí estaba, en efecto, la mujer que conocía. Estaba de pie, mirando por la ventana del comedor, dándome la espalda. Distinguí un par de sillones con cojines de terciopelo, un escritorio de madera y un pequeño librero. La mujer miraba las luces de la ciudad. Su cabello, a la distancia, semejaba el turbio contorno de una nube. Me sentí como un improvisado espía. Abandoné la observación y le dije:
–Esa señora ha vivido sola aquí desde hace años, pero tú afirmas otra cosa. Estoy confundido también.
Nos quedamos indecisos. El calor aumentaba en el pasillo. Casi no corría aire. Olía a soledad, a cartón viejo. Tuve la idea de decirle adiós y seguir mi camino al elevador. Sin embargo, comencé a sentirme culpable por no poder ayudarlo; además, quería llegar al fondo del dilema.
–¿Y si la saco a la fuerza? –me preguntó
–Hará un escándalo, te lo aseguro –le dije para disuadirlo.
Meditó mi respuesta. Sopesó, con un ligero movimiento de cabeza, las posibles repercusiones.
–Vamos a mi departamento –le dije dándole una palmada amistosa en el hombro –ahí podremos pensar mejor.
El hombre asintió y nos dirigimos a mi puerta. Adentro prendí la luz de la sala. El hombre dejó su portafolio cerca de la mesa de centro y curioseó el lugar con la mirada. El nerviosismo había desaparecido o, al menos, estaba apaciguado.
–Tengo un par de cervezas en el refrigerador –le dije, desde la cocina.
Mientras tiraba las corcholatas a la basura pensé en la solitaria vida del hombre. Pensé en el calor que nos mantiene, siempre, al borde la locura. Miré las gotas que resbalaban en los cuellos de las botellas.
Nos sentamos en la sala. Para postergar el tema de la mujer le conté que mi esposa había salido de viaje a un congreso para maestros de inglés. El hombre asintió por cortesía. Su mente aún estaba nublada. Vivos pensamientos le hacían parpadear más rápido. Movía los ojos por la sala. Se levantó y dio unos pasos hasta acercarse al comedor. Exploró, en el librero, una esfera de cristal con un barquito en su interior. La nave se balanceaba en un mar azul. Abajo se leía: “Recuerdo de Acapulco”. Había ido con mi esposa hacía un año y el objeto, lo único que habíamos comprado, estaba medio perdido entre libros y una maceta roja de la que emergía, tenebrosa, una planta enredadera. Era lo único que prosperaba en la atmósfera viscosa y caliente.
Mientras regresaba al sillón le dije que trabajaba como administrador de una fábrica. Había días en que los papeleos me volvían loco. Papeles y sellos; visitas a proveedores; interminables llamadas telefónicas. Él me dijo que estaba en busca de trabajo. Lo habían despedido, justamente, de una fábrica y dedicaba mañanas y tardes a visitar agencias de empleo. No quise ahondar más para no exacerbar sus problemas. Puse el ventilador a máxima velocidad. El zumbido nos llevó, por un instante, a un lugar más calmo. Después de unos minutos de comentarios triviales nos dimos cuenta de que la noche avanzaba. Apresuró el último trago a su cerveza y me dijo:
–Tengo que volver.
–Voy contigo –le dije sin esperar su aprobación.
La historia se repitió. Nos asomamos por la ventana. La mujer, ahora, estaba sentada en una silla del comedor. Había un vaso en la mesa. Nos daba la espalda, como si presintiera nuestra observación y quisiera preservar, a toda costa, el misterio.
Regresamos a mi departamento. Era poco más de medianoche. Parecía que estábamos metidos en el lento ensamblaje de un sueño. Para distender los pensamientos, jugar un poco con ideas, le dije:
–Lo único que puedo pensar es en una anomalía del tiempo.
–¿Cómo? –murmuró.
–Quizás ella es tu esposa en un futuro posible, por eso te reconoció…
–O es una loca que encontró la forma de entrar a mi departamento –continuó él intentando, casi desesperado, dar con una explicación más lógica.
–Podría ser –contesté tratando de no llevarle la contraria.

Mientras volvíamos a nuestro mutismo comencé a burlarme de mi idea. “Vaya cosa. La mujer, un espejismo; el futuro de este hombre que, de repente, se ha adelantado”, pensé.
El hombre miraba la puerta de mi departamento. La miraba como si fuera la orilla de un universo desconocido. Su gesto parecía estar hecho de escombros. Inició el movimiento para levantarse del sillón. Sin embargo, a medio camino, se detuvo. Su rostro, algo turbio, se inclinó un poco. La penumbra y el ventilador mezclaban nuestras respiraciones. Iba a decirle que olvidara mi teoría, cuando alzó de nuevo la cabeza, emparejó el torso, y me dijo:
–Creo que la única explicación a esto tendría que ser fantástica, aunque no sé si es la suya.
–Podría ser cualquier cosa –le dije, tratando de llevar las palabras a otro lado.
Él juntó las manos. Quedaron al descubierto sus uñas opacas y cuadradas. Me preocupé porque intuí que le añadía detalles a mi teoría. Murmuraba frases ininteligibles, juntaba pensamientos y trataba de embonarlos como las agrias piezas de un rompecabezas.
Volvimos al exterior de su departamento. Nos acercamos a la ventana. Vimos a la mujer salir de la cocina y, después de echar un vistazo a una esquina del comedor, dirigirse al estrecho pasillo que conducía a las recámaras. Íbamos a abandonar la observación, decepcionados una vez más, cuando miramos que una sombra emergía de la cocina. La sombra, frágil, temblorosa como una vela, antecedió a la aparición de un hombre. Cuando la luz del comedor lo descubrió por completo comprobé que su rostro repetía el de mi compañero. La única diferencia eran las considerables canas, la espalda ligeramente encorvada y los hombros caídos. El descubrimiento hizo que nos flaquearan las piernas, el cuerpo entero.
Regresamos de nueva cuenta a mi departamento. Nos sentamos, silenciosos, en los sillones. Él tenía la mandíbula apretada, los ojos huidizos y brillantes. Si lo que habíamos visto era real, entonces el tiempo, por una terrible confusión, se había adelantado. Quizás era un futuro posible, un escenario aún evanescente que había escapado para instalarse en aquella calurosa noche de junio.
–Tengo que entrar ahí –dijo él.
–Quizás mañana ya no esté el viejo –respondí simplemente para no estar callado.
Mientras caminábamos otra vez a su departamento pensé que mi frase debió haber sido “quizás mañana ya no estés tú”. También pensaba, sin mucho orden, en un futuro acaso ineludible que, de repente, se nos presenta en el momento menos imaginado.
El hombre se asomó por la ventana rectangular. Yo, un poco atemorizado, decidí esperar. Los ojos de mi compañero permanecieron muy abiertos, sin ningún pestañeo. Abandonó la observación y me dijo:
–No hay nadie.
Parecía que todo había vuelto a la normalidad. Me asomé para comprobar su dicho. En efecto, la pequeña sala estaba despoblada y el comedor sólo era recorrido por la bocanada luminosa de la ciudad. Le iba a decir que quizás la mujer –incluso él mismo– podrían estar en la recámara principal. Sin embargo, su gesto de triunfo, la premura con que llevó su mano izquierda al bolsillo de su pantalón para buscar las llaves, me hicieron desistir. Antes de abrir el picaporte me dirigió una sonrisa que mezclaba tranquilidad y agradecimiento.
La puerta número 6 se cerró. Quise comprobar si, en realidad, había recuperado su departamento, así que eché un vistazo a la sala y miré, de nuevo, al hombre viejo que dejó las llaves sobre la mesa de centro, detuvo la mirada en cada uno de los objetos del comedor, como si los reconociera después de un largo viaje. Después caminó, lento y satisfecho, por el pasillo principal hasta desaparecer de mi vista.




-Alejandro Badillo
(Ciudad de México, 1977)

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.












Disfraces*



Ángel gris, te reconozco.

Tanto tiempo llevándote mis sueños.

Poniendo en el camino de mi vida

un peso consagrado. Sin preguntar

si tenía fuerzas para llevarlo.

Te niego el derecho de juzgar.

Hice lo que pude. Déjame sola.

Quítate el disfraz de atardecer,

te reconozco. Y mírame desnuda.



Soy tu lágrima.



Déjame

sola.



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar










*

La fragilidad de la memoria y la palabra nos vuelve insustanciales, pero creo que es nuestra condición ser insustanciales o no actuar de acuerdo a esa lógica que inventamos.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com








InvenTren






ORTIZ DE ROZAS*



La mujer ya no era joven. Últimamente le parecía que ya nadie era joven, que los amigos, los vecinos, los parientes, todos habían ido deslizándose junto con ella por una cinta que los había dejado así, arrugados, desplanchados, desteñidos, como esos pantalones de trabajo que se van gastando irremediablemente, salpicados y con alguna que otra recosida para remendar lo que ya no da más de si.
La ventanilla no deparaba sorpresas. Tras los campos y los postes alguna casita, alguien trabajando el campo, el cielo. A veces miraba el paisaje, a veces se miraba a sí misma etérea en el vidrio sucio, un reflejo de alguien con la mano sosteniendo la cara, el cabello claro, los ojos mirando sus propios ojos sobre el sinfín de la llanura.
Otra parada. El tren se detuvo y leyó el cartel "Ortiz de Rozas". Le molestó la zeta. Y la repetición de la zeta en los dos apellidos le sugirió la posibilidad de que la segunda fuese un error, pero no, no creo, se dijo.
El cartel era antiguo, alguien lo hubiese corregido. Es raro, se dijo, es raro pero es así.
La próxima estación era la suya. Bueno, falta poco. Pero después de diez minutos y de que no observase pasajeros subiendo o descendiendo, se preparó para la noticia de que algún desperfecto había detenido el tren.
Esperó un rato. Miró por la ventanilla. Allá cerca de la locomotora se veía gente en el andén. Bueno, la ocasión de estirar las piernas, la posibilidad de enterarse de lo sucedido. Comenzó a pasar de vagón en vagón hacia el frente, pero luego decidió hacer el camino por afuera, para recibir un poco del último sol de la tarde. El último sol pone pelirrojos a los árboles, estira las sombras, hace que el cielo se transforme en una escenografía.
Algunos hombres estaban reunidos a la altura de la locomotora. Hablaban entre ellos y uno había encendido un cigarrillo. Cuando ya estaba cerca, un muchacho de campera negra escupió en el suelo. Estuvo a punto de regresar, pero se dijo que toda la vida había escapado ante los gestos desagradables y hoy no. Eso, hoy no. Con los brazos cruzados siguió caminando despacio hasta que pudo ver que en el suelo, en el centro del círculo de hombres, había una vieja motoneta caída de lado, y un hombre con gorra sentado con las piernas abiertas que miraba fijamente sus propias manos. No decía nada.
La mujer se acercó al grupo y preguntó que qué es lo que había pasado, pero los hombres la ignoraron. Su voz era suave, era vieja, era mujer. Los hombres ignoran a las mujeres viejas de voces débiles.
Con las mejillas encendidas volvió a preguntar, "Qué pasó". Uno de los hombres giró un poco el cuerpo y la miró desde arriba pero no se molestó en
contestarle. El joven de campera negra volvió a escupir.
La mujer sintió que se arrebolaba y a la vez una ira avasallante y una avasallante vergüenza.
"Me caí" dijo el hombre de la motocicleta. Después la miró.
"No vi el tren, me asusté cuando noté que lo tenía cerca, y me caí" Dijo el hombre que era viejo, que tenía ojos puros y que la miraba. Hacía mucho que nadie la miraba. Ella pensó que este hombre en el suelo la estaba mirando, pensó que le había contestado, notó que él la miraba con la cara abierta como la de un niño que despierta en medio de la noche y vuelve el rostro hallando el de su madre.
"Sana sana colita de rana" pensó ella. Increíblemente, dijo "sana sana colita de rana" y los dos rieron.
El grupo de hombres no se dio cuenta de que se había partido una montaña, no notó que el cielo se rasgaba, no escuchó caer las piedras de la torre que se derretía en estrépito. El grupo de hombres no hizo ningún comentario, simplemente levantaron la motocicleta y lo ayudaron a ponerse de pie.
Era alto, desgarbado, los pantalones le quedaban un centímetro más cortos de lo que debiesen. Ella le arregló un poco el gabán, y mientras se subía a la motocicleta le preguntó que por qué las dos zetas en el nombre de la estación.

Él no sabía.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com









Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

POLVAREDAS.

JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.  FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY. ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.



***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

PLOMER.

KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.  MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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