miércoles, agosto 16, 2017

COMO UN FUEGO DE ARENA…



*Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010)-.

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam










*


Mirá,
me dijo:
el amor
nos atraviesa
como un fuego de arena.


¿Será
que la ternura
proviene
de los mismos infiernos que la soledad?


Yo supe un día todo sobre la luz.
Guardé
bajo siete llaves la respuesta.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com











COMO UN FUEGO DE ARENA…









*


Algo se ha roto en un origen. Somos fragmentos que ya no pueden constituir ninguna unidad. Seguramente no hay origen, así que no sabemos ni qué se rompió ni cuándo ni por qué. Pero nuestro lenguaje no logra decir lo indecible que sin embargo está, y es más vivo que todas las palabras extranjeras que no nos representan: entonces percibimos la ausencia de algo que no se puede decir. Y que además, está prohibido como si no fuera suficiente no poder decirlo.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com















El duelo*




*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




El paisaje era rojo. El sol de agosto, una moneda caliente en el cielo. El hombre entró a la tienda. Sus pasos eran lentos. Bestia vadeando un pantano, ensoñada, parecía. Cargaba una maleta de cuero. La dejó en el piso. El tiempo le había devorado sus colores, también parte de las asas y las correas. A punto de reventar el hombre. Un vaho caliente lo recibió. El vaho ascendía en el polvo. Y el gesto del hombre, aturdido, reconociendo la sutil humareda, el fuego. Se detuvo, indeciso, a unos pasos del mostrador, parpadeando apenas.
“Tiene los ojos enfermos”, pensó Amescua, al otro lado del mostrador, “tiene los ojos amarillos, como de gato. Parece que peleó con varios coyotes, que rodó por una pendiente rocosa, que atravesó medio mundo con su maleta”. Amescua había estado jugando solitario. Obstinado era los domingos. Muchas horas, los dedos decididos e insomnes en la baraja. Las cartas, entonces, exhalaban tequila, humedad, hastío. No vendía mucho pero el juego le despejaba la mente de nubarrones. La curiosidad en los ojos. Ponía la mirada en todas partes. Alucinada iba a los anaqueles, al vuelo de los insectos, a las indecisas sombras de los paseantes. Y derrotaba al tiempo, Amescua, mientras el verano ardía.
Una bocanada de luz iluminó por completo al hombre. Libre de penumbras, como flotando, pudo ser examinado. Amescua reconoció a López, el hombre que había abandonado el pueblo años atrás. Reconoció el cabello de paja, el gesto rabioso y enfermo. No se había ido, también, el alma humeante, la ira en el cuerpo. “A veces parecía estar en calma”, recordó Amescua mientras López se acercaba al mostrador, “pero alrededor de él, como ahora que inclina el rostro y finge no conocerme, hay zumbidos y sus palabras arden”.
López examinó a Amescua. Le obsequió una débil sonrisa, casi imperceptible, un destello. El gesto le arrugó el mentón. Los ojos, por la sonrisa, más pequeños, más inestables eran. Las densas miradas, silenciosas, se encontraron. Pero en las silenciosas no hubo expresión. Las dos de humo, apenas brillaban en la tienda.
—Unos cigarros —pidió.
—Tengo sólo sin filtro —indicó Amescua
—Está bien.
López buscó el encendedor entre sus ropas. Amescua fue por los cigarros. Mientras dejaba la cajetilla en el mostrador sintió la pesada mirada de López. Como si muchos ojos lo miraran. Entonces, el alma carcomida. El cuerpo era un hueco. Y deslumbraba agosto en los anaqueles, en los frascos de conservas, en la madera del mostrador. La luz, sentía Amescua, los ponía a prueba, los obligaba a recordar más cosas. Pero torpes en la memoria se sintieron. Los dos atados a ese momento. Y en la tienda encallando los sentidos, poco a poco, en el silencio.
López prendió el cigarro. Ablandó su expresión el breve resplandor en su cara. Puso la mano derecha en el mostrador. Las uñas crecidas, despostilladas; de loco, eran. Como si rascara en las noches las paredes. Amescua miró sus manos de muerto. López elevó lenta, como plegaria, una nube.
—Han pasado muchos años—dijo.
—Muchos, es verdad.
—¿Por qué te fuiste?
—El hastío, el recuerdo de una mujer, tal vez.
Amescua apretó los labios. López miró su maleta. Luego alzó la cabeza. El humo en su boca se amontonaba y luego, las nubecitas dispersas, con un soplido, llegaban al otro.
—Los recuerdos son malos, sólo alborotan —dijo Amescua ladeando la cabeza, esquivando un poco la mirada, mordiendo los labios y el humo.
—¿Desde cuándo tienes la tienda?
—Algunos años, desde que te fuiste.
Un niño entró a la tienda. Una mosca en el ámbito. La solitaria hacía círculos sobre una botella de cerveza. Después se posó en un costado de la maleta. El niño miró un instante a López y pidió una veladora. Amescua arrimó una silla y fue a los últimos anaqueles. En las alturas, por la ventana, la línea del horizonte. El infinito agosto. Desde arriba, también, el sombrero maltrecho de López y la sombra uniforme de la maleta. Amescua podía oír, minuciosa, la combustión del cigarro; su crujido. La incandescencia se avivaba, diminuta, bajo la penumbra del sombrero. La mosca había seguido el movimiento de Amescua y ahora, mientras la mano buscaba, se regodeaba en las devastadas maderas del techo.
—¿Cuánto es? —dijo el niño.
—Diez pesos.
La caja registradora rompió el silencio. Las lentas monedas rodaron al fondo. El niño salió de la tienda. López despachó el cigarro, pero los dedos, acostumbrados a su memoria, siguieron rígidos y dispuestos. Después, liberados del impulso, escudriñaron la barba.
—¿Vendes mucho? —le preguntó.
Amescua miró el fondo de la caja registradora. El cajón con los recibos. Unas ligas. López seguía en el mismo lugar, uno mismo con su maleta. Amescua siguió los remanentes de su voz. Sus ojos brillantes como una burla. La mosca ligera descendía, una pluma; y se estrellaba, belicosa, contra una ventana.
—No mucho, a veces los domingos —dijo, al fin, Amescua.
La torpe abandonó su embestida. Luego, intermitente, sobre la camisa de López. Una y otra vez a los hombros, al cuello, a la cabeza.
—Va a estar un buen rato ahí, molestándote —dijo Amescua.
López bajó la vista. Intentó, sin muchas ganas, espantarla. La abundante luz de la calle, en oleadas, en la tienda.
La maleta parecía oscilar. También López. En un sueño, borrosas, las siluetas. Como en agua turbia. Los broches oxidados y las asas.
“¿Por qué se fue del pueblo?”, pensó Amescua, “por qué apenas puedo recordarlo”. Y cuando se hundía la mente en las preguntas, cuando la memoria iba por ellas, un par de moscas entraron. Las recién llegadas, en el ámbito de López, animosas, parecían. Se unieron a la otra. Como vivas hermanas, con júbilo, revolotearon.
—Siguen llegando —dijo López, casi resignado. Y miró sus manos calmas, desvanecidas, pálidas.
—¿Por qué te fuiste? — volvió Amescua.
—Los recuerdos aguijoneaban, ya te dije.
Amescua supo que mentía. Las moscas fueron peregrinas a la maleta. Se pasearon, como alambristas, por las asas. La maleta, su figura parda, el cuero tenso. Y Amescua con ganas de aplastar a las intrusas, de maldecir a López, de incendiar entre risas la tienda.
—¿Qué pasó con los que dejé, dónde están? —dijo el inmóvil.
El brillo en sus ojos decreció. Parpadeó más rápido. Unas arrugas en la cara. Los cabellos que escapaban del sombrero, dispersos en la luz, como el volátil fuego en el verano. Movió la cabeza: un aura de amargura en el perfil, en la mirada.
—No sé, algunos siguen aquí, en el pueblo.
“Decía que iba a huir, que el aire de la región mataba a la gente”, pensó Amescua, “luego la plática con los perros, sentado en las bancas del parque, en la tarde”.
A pesar de la proximidad, por los pensamientos, Amescua dejó de mirar a López. Fantasmas, volutas, figuras de aire: su mente. Cuando volvió a él una decena de moscas se arracimaban en la maleta. Muy juntas zumbaban. Vibrantes. La tienda caldeada, pensó, por el diminuto temblor de sus alas.
—¿Qué tienes en la maleta?
—Recuerdos, muchos.
López hundió la mirada. Las nervaduras de los ojos, el fervor en las manos, el gesto salobre. Su respiración temblaba, perdía ritmo, se desbocaba.
Amescua inclinó el torso. Su sombra, un segundo cuerpo, avanzó en el piso. Las moscas, ante la amenaza, buscaron el costado opuesto de la maleta.
—Estos animalillos —dijo López mientras desenvainaba otro cigarro.
—Tal vez el humo las espante.
—No lo creo.
Las necias, a media furia, persistían. Su leve zumbido casi arrullaba.
“Decía que no entendía a los hombres”, pensó Amescua, “que en sus almas estaba agazapado el odio, la insensatez, la locura”.
El humo pronto en la boca de López, igual que antes, como si no hubiera pasado el tiempo. Instantáneo milagro, la borrasca, se desvanecía.
—Cuando me fui el sol estaba a la misma altura, sobre el horizonte —dijo López mientras señalaba tembloroso las ventanas.
El gesto perduró, inacabado en las manos. Duraba porque levitaba en el calor. Porque en la perseverancia buscaba respuestas. Amescua aprovechó la distracción para dar unos pasos al lado, casi llegó a la esquina del mostrador. López percibió el movimiento y dio un paso atrás. El cigarro medio consumido, entre chispas, en el piso.
—¿A dónde vas? —le dijo.
—¿Qué tienes en la maleta?
—Eres curioso, desde niño.
Una mancha negra en la maleta, por las moscas. Reinas del zumbar seguían en su apretado convite. Amescua, ante la visión, náuseas, olas lentas, una marejada en el cuerpo.
—Tú casi no respondías preguntas…
No pudo seguir hablando por la necesidad de agua, de apagar el hormigueo en la piel. López, frente a él, en la tarde inútil. Su figura nacida cada segundo, entre zumbidos, cada instante.
Una fumada, una nueva nube, una aureola en los labios. El combate seguía en los ojos. La luz en la maleta, para las moscas, un abrevadero.
—¿Recuerdas qué día me fui?
“Sólo recuerdo sus palabras, su figura en la calle, después de la escuela”, pensó Amescua, “pero sus palabras, como ahora, encendidas, locas”.
Un poco de viento entreabrió la puerta. Por el espacio otro enjambre de moscas. Varios pelotones cubrían la maleta.
—Cunden las moscas, resuenan —apuntó López, casi con deleite, recitando un poema.
Amescua abrió la puerta del mostrador. A menos distancia el otro más frágil, blanquecino, parecía. Quizá por eso Amescua avanzó. Las moscas seguían entrando. Al principio vagaban, deslucidas. Las intermitentes. Un montón de frases dispersas. Luego posadas con delicadeza, las patas, engrosando el contingente en la maleta.
—¿Por qué acuden tantas? —dijo Amescua.
—Es beneficiosa tu cercanía, les gusta —respondió López con una sonrisa.
Amescua tenía muchas preguntas. Los dos, a la distancia, a punto de hervir. Una nube diminuta, de repente, en el recorrido del sol. Y las sombras en la tienda se movieron, como pájaros en escape.
—Quita la maleta, para que se vayan —dijo al fin Amescua.
—No puedo.
—Entonces sal.
—Necesito respuestas, por eso las moscas, por eso la maleta. ¿No entiendes?
Amescua sopesó las palabras del alucinado. Buscó verdad en su incoherencia. En el sombrero, en los modos descompuestos, de espantapájaros, pensó. A escasos centímetros todo parecía más claro: el odio, el torvo hedor de las moscas. Una mirada. Las locas ansias recorrían a Amescua. Entonces, ante la complacencia de López, ignorando la repulsión, puso las manos en las asas de la maleta. La fiesta de las moscas mudó al techo, a las ventanas, a todos lados. Oscurecían el ámbito, las breves. La nube de simultáneos cuerpos. Al mismo tiempo, también, los hombres forcejeaban. La maleta pesaba y los brazos y las manos no cedían. El movimiento casi irreal de los combatientes, muy lento: de hombres viejos, de formas que suceden a escondidas, en la noche. La violencia menguó y las moscas, por contraste, se desbordaban. Repletas estaban en el cielo de la tienda.
Los hombres, ignorantes de la celebración, brillaban sudorosos y enfermos. Latían las sienes, los párpados, incluso las pesadas respiraciones. A la distancia, por un resquicio de la puerta, se veía el cuadro vivo de dos hombres, apenas con fuerza, con un asa en la mano, buscando una inútil victoria. El cierre de la maleta comenzó a ceder. Amescua asomó los ojos. También López. En los ojos hubo consternación, pero también incredulidad, asco, desvarío.
Entonces las arremolinadas se unieron en una nube. A punto de llover de tan pesada. Y con un solo impulso, un cuerpo que entra de lleno en otro, invadieron entre alaridos los labios, los brazos, los cabellos, los ojos.





-Del libro de cuentos "La herrumbre y las huellas".


-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.














4 *



Perdida en un cuerpo.



Como quien busca restos

sin delatarse.




*De Paula Novoa.
-Poema incluido en Hija de mala madre.

-Paula Novoa nació un 08 de marzo de 1976 en San Antonio de Padua. Es profesora en Lengua, Literatura y Latín (I.S.F.D. N°45, Haedo) y Licenciada en Lengua y Literatura con orientación en análisis del discurso (UNLaM). Escritora de poesía.
Publicó: El año que fui homeless, Cave Librum Editorial (2014) e Hija de mala madre, Cave Librum Editorial (2016).
Actualmente trabaja como profesora de Lengua y Literatura en escuelas secundarias del municipio de Moreno.
















OVACIÓN Y VUELTA AL RUEDO*




*Por Eva María Medina. relojesmuertos@gmail.com



En una sala fría, un hombre serio, con bata y guantes blancos, observa a una serpiente con la cabeza machacada. El hombre pone música clásica. Después, coloca al reptil en una posición ventrodorsal y, con un bisturí, hace una incisión desde el cuello a la cloaca. Suda. Suda mucho. Frente, cejas… Con la manga de la bata, se quita el sudor. No dañar ningún órgano, piensa. Con pinzas y tijeras, va separando piel y músculos. Lo hace con mimo, casi con cariño. Cuando ha terminado, lo admira. Luego, limpia la mesa y coloca una lámina de corcho del tamaño del animal. Encima de la lámina sitúa el cadáver. Coge unos alfileres gruesos. Va pinchando la piel, uniéndola al corcho. Despacio, con paciencia; siguiendo el curso de aquel cuerpo alargado. Primero, el lado izquierdo; después, el derecho. Al concluir, hace unas fotografías. Apaga la música y enciende una videocámara. Comienza la grabación. Expone las características del ofidio, añadiendo que ese ejemplar les llegó con la cabeza machacada. «Normalmente mueren de causas naturales.» Va señalando sus órganos. «La tráquea», dice, «está formada por anillos cartilaginosos incompletos, su porción ventral es rígida y el extremo dorsal es de naturaleza membranosa.» Fija la vista en el pulmón derecho y lo señala. «Casi abarca todo el cuerpo.» En él ve secreciones, mucosidad, un color blanquecino demasiado rojo. Mira a la cámara y habla de ello. Problemas respiratorios, piensa. Muestra el izquierdo, más pequeño, diciendo que el funcional es el derecho. No así en el resto de reptiles. Con las pinzas mueve el corazón, mostrando ventrículo y aurículas. «Esta movilidad», indica luego, «facilita el paso de la presa por el esófago». Se imagina cómo el esófago, esa telilla tan fina, se dilata y por él pasan ratones, sapos, pájaros… Una digestión que puede durar días, incluso meses. Muestra el tubo digestivo; de la boca a la cloaca. Explica que el jugo gástrico de las serpientes, al tener un pH muy ácido, le permite digerir los huesos de sus presas. Con las pinzas palpa el estómago, que tiene aire dentro. Se fija en unos puntos blancos, posibles parásitos, y hemorragias. Más golpes, piensa. «No hay cuerpos de grasa. Está muy debajo de su peso. El hígado parece sano.» Sitúa la vesícula biliar junto al páncreas y el bazo. Muestra dos riñones lobulados. Al dar con los ovarios, comenta que es hembra y explica las diferencias. Añade algo sobre los intestinos y se despide.
Apaga la videocámara. Se enjuga el sudor y pone la música. Cierra los ojos. Los arpegios lo envuelven. Se quita los guantes y se acerca al reptil. Palpa los anillos cartilaginosos de la tráquea. Tan flexible, tan elástica. La rodea con los dedos y se ríe, mostrando unos dientes pequeños. Luego, hinca sus uñas y aprieta. De un tirón, la arranca. Se lleva un extremo a la boca y, con los dedos ligeramente arqueados, toca. Allegretto. Tres por cuatro. Laa sol si la sol si laaaaa sool fa sol fa mi reeeee… Cuando se cansa, tira la tráquea al suelo y escruta el cadáver. Coge las pinzas que mueve como si dirigiese una orquesta. Detiene el brazo y, fijándose en la víctima, lo extiende como si blandiera una espada. Clava las pinzas en el hígado. Una y otra vez, hasta despedazarlo. Quedan trozos pegados a sus dedos que se quita con el trapo. Se abate. La melodía le deprime. Hay que seguir, seguir… aniquilando, destruyendo… Ahora agarra… las tijeras y trocea la vena cava. Se excita. Imposible parar. Mete sus dedos en el estómago sintiendo sus paredes musculares. La vesícula biliar, ese saco verde que le repugna, lo aplasta con sus nudillos. Extirpa ovarios, riñones, páncreas y bazo, que desecha tirándolos al suelo. Luego, taconea sobre las masas viscosas con sus zapatos grandes y negros. Oye los aplausos. Escucha los oles, que braman. Se debe a su público. Coge los instrumentos. En la mano izquierda, las tijeras; en la derecha, el bisturí. Acerca las manos y alza los codos. Se sitúa frente al animal. Con los pies juntos inclina el cuerpo hacia un lado, da un salto, y clava tijeras y bisturí en el tubo digestivo. Aplauden, gritan. Saluda a la afición. Luego, sujeta el trapo por la espalda con ambas manos, da medio giro, y lo levanta deslizándolo por el lomo de la serpiente. ¡Ole! El hombre se pone de rodillas con el trapo extendido sobre el suelo. Después, lo alza pasándolo de izquierda a derecha sobre la cabeza del reptil. ¡Ole, ole! Se levanta y saluda. Gritan su nombre, lo quieren. Mientras remata una verónica, sabe que no puede retardarlo más. Coge el bisturí y se concentra. Mira a la serpiente. Le corre un sudor frío. El estoque de muerte. Se lo debe. A su público. Se lo debe. Segundos, apenas unos segundos, y el hombre atraviesa el corazón del animal extrayéndolo del cuerpo. Oye los vítores, las ovaciones. Se pasea por la sala empuñando el bisturí con el corazón ensartado. La multitud agita pañuelos blancos. El presidente otorga la lengua. El hombre abre la boca aporreada de la serpiente, estira la lengua y le da un tijeretazo. Rodea la mesa de zinc alzando la lengua bífida. El público brama. Le tiran claveles, tangas rojos, negros que coge y huele sonriendo mientras piensa en la próxima disección.





-Eva María Medina (Madrid, 1971) es licenciada en Filología Inglesa por la Universidad Complutense de Madrid. Sus cuentos han sido publicados en revistas literarias, españolas y latinoamericanas, y en diversas antologías. Relojes muertos (Playa de Ákaba, 2015) es su primera novela.















Pájaros y memoria*



Laurie Anderson escribió en su espectáculo “Homeland” una historia con la que comienza el show. En ella los pájaros, que existían antes de que el mundo exista, vuelan sin tener más que aire y ningún lugar donde posarse. El problema surge cuando el padre de una de las aves muere, y no saben qué hacer con el cadáver ya que es una nueva cuestión, algo que los sorprende por ser la primera vez que algo así les ocurre. Finalmente, un pájaro decide sepultarlo en la parte trasera de su propia cabeza, y ello marca el inicio de la memoria.
Magnífica poeta, maravillosa creadora Laurie, que nos muestra los cadáveres de nuestros padres en las nucas abultadas.
Historias, olores, sabores de antes, pasado y putrefacción, dichas que ya fueron y dolores que retornan. Las voces que no murieron, los asombros, las caricias de manos que no conocimos. Todo detrás de la cabeza, todo allí apretadamente emplumado, tibio y gélido, maravilloso y atroz.
El cadáver del padre. El cuerpo muerto de las generaciones. Los días que gastaron otros, los que pasamos sin advertirlos, las tramas sobre lo minucioso cotidiano, los hilos que conectan continentes, las palabras de las que desconocemos el significado y sin embargo siguen allí, en la nuca, peso y alivio.
Tan cerca que lo sentimos detrás de las orejas, tan lejos como esa propia nuestra espalda que no podemos ver. La memoria.
Cuántas veces habrá deseado el pájaro arrancarse el cadáver de su padre. Tantas como las que le llevó comprender que ya no hay retorno cuando el hombre comienza a conocer cuando reconoce.
Y llevamos, es cierto, más cadáveres de los que sabemos detrás de los ojos. Alegrémonos si nos ayudan a mirar.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com












Secreta ofrenda*



Con la prestada luz
de un antiguo recuerdo
que conserva aún
su claridad meridiana,
avivo cierta hoguera
que se niega a morir
de escarchas, acosada.

En secreta ofrenda
se retraen
los bordes punzantes
de la noche, se quitan
se alejan. Ya no hieren.

El ritual comienza si la piel
reclama su sed
si la sangre acelera el pulso
cuando el recuerdo impera
y puedo volver a amar
como la vez primera.

En secreta ofrenda.

.

*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar









*


“Se escribe entre las fisuras que van dejando el tiempo y la angustia.”


* De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es









Inventren






Estación Eduardo Casey*



Me dijiste que un tren es cosa hecha para llegar, me dijiste que los arribos y las bienvenidas y los festones tricolores y las bandas de música siempre desafinadas. Me dijiste hace mucho que los niños correteando en los andenes, que las señoras repintadas que las muchachas anhelantes. Me hablaste de soldados regresando a casa, de trabajadores golondrina (golondrinas, trabajadores con alitas oscuras tal vez, muchachos de cuerpos enjutos), de trabajadores golondrina que retornan y los abrazan los brazos de sus mujeres de mucho niño y olla de hierro.
Que los trenes unen acortan distancias, que los trenes corren de una ternura a un beso, de un suspiro de pañuelo bordado a un caserío perdidito en el campo vasto. De los trenes me hablabas te acordás, de esas máquinas de vapores y truenos, de nostalgias y pasados, de durmientes quietos y las vías relucientes a fuerza de rueda abrasadora.
Entonces llegamos a esa estación, y la estación estaba dormida, y el campo estaba dormido, y el cielo ardiente del verano no reaccionaba. En la estación entonces de pronto. Entonces de pronto tu cara, esa mirada que detenía las ruedas y los pistones, De pronto tu cara y la mirada y el silencio. Y entonces en la estación Casey se nos detuvieron los trenes y se congelaron las gotas en las canillas, las arañas en las telas, se fundieron los pájaros en el azul del cielo, las vacas en el verde, los humos en las nubes inalcanzables.
Mal decorado, pintura descascarada, estaciones donde no hay ni arribos ni risas ni lágrimas de las que lloran alegrías.
De pronto en la estación Casey se detuvo el tren y se detuvo para siempre.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com






-Próximas estaciones de escritura:

PLOMER    
-Por Ferrocarril Midland-

JUAN ATUCHA.  
–Por Ferrocarril Provincial-


***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Provincial:

JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

***

El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Midland:

KM. 55.    ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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