domingo, agosto 20, 2017

EDICIÓN AGOSTO 2017

*Ilustración: Ray Respall Rojas
http://kodamaartstudio.cubava.cu/








LOS TRES GATOS*


Para mi gato Blue Morrison Sibelius Von Menzel
Por su no cumpleaños.



El poeta trata de imitar a la mosca,
Pero el gato
Quiere ser solo gato.

Oda al gato
Pablo Neruda



El ama de llaves recibió al médico. Mientras caminaba, entre sus pies se enroscaba elegante un gato blanco y negro de ojos verdes, máscara simétrica y mitones, como si llevara un esmoquin.
La asistenta lo condujo a un saloncito, donde le sirvió un té en lo que su paciente se arreglaba para recibirlo.
Atraído por la seda de los cojines, un gato azul saltó a acomodarse a su lado y fijó en él sus enormes ojos cobrizos… Siempre le habían gustado los felinos, quedó atrapado por su encanto.
Pero cuando pasó al cuarto, junto a la anciana enferma se hallaba un gato amarillo con ojos dorados, haciendo derroche de languidez.  Tuvo que reconocer que este era el más lindo, su pelaje relucía al golpe de luz que se colaba por la ventana entreabierta.
“Son bellos sus gatos, aunque creo que prefiero este, es como de oro puro”, le dijo mientras calentaba el estetoscopio entre sus manos.
“¿Mis gatos? ¡Tengo solo una, mi querida Missy! Se llama así por la zona de donde vino mi familia. ¿Cuántos gaticos ha visto?”, preguntó ella, acariciando la barbilla de la gata, que ronroneaba suavemente.
El médico sintió pena de haber delatado a la doméstica, la postración de la señora podía haberle ayudado a ocultar los frutos de algún pecadillo de la gata, o algún minino de su propiedad. Pero no le quedaba más remedio que responderle:
“Además de esta belleza rubia, he visto uno blanco y negro, muy elegante y uno azul con los ojos como monedas de cobre”, le dijo.
Ella lo miró mientras él comprobaba sus débiles constantes vitales. Pese a su estado, la anciana sonrió.
“¡Ay, esta Missy… lo que es capaz de hacer por llamar la atención! ¿No se ha dado cuenta de que es ella misma, cambiando de color?”.
“Así es, señora, Missy es muy coqueta, pero si se lo explicaba al doctor, no me iba a creer”, dijo la casera entrando para escoltarlo hasta la puerta.

El médico no volvió a visitar la casa, la anciana falleció a los pocos días y la casa fue cerrada, en espera de unos herederos que jamás llegaron. La asistenta regresó a su provincia antes de que pudiera interrogarla. Cuando el azar lo hace cruzar por delante de la verja, no puede evitar una mirada a su interior, por si entre la maraña de enredaderas que se va apropiando de las ventanas, las columnas y el jardín, logra entrever un par de ojos verdes, cobrizos o dorados.
El enigma de los tres gatos lo acompañará el resto de su vida. Nunca supo si fue víctima de una broma de ambas mujeres, si el ama de llaves había hecho creer tal cosa a su patrona para poder alimentar tres gatos sin tener que dar explicaciones o si realmente Missy, en un arrebato de presunción, hizo ostentación de la magia que –como todos sabemos- poseen los gatos.




*De Marié Rojas Tamayo.
La  Habana. Cuba














Un animal muy grande para un texto muy pequeño*



Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Mientras ella se pintaba, él le dijo, estás linda, a vos no te pasa el tiempo, a vos tampoco, le contestó ella, los dos sonrieron.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar












Sentir para creer*



*Por Miriam Cairo. cairo367@yahoo.com.ar


No es un estanque.
Ni la palabra estanque.
Ni la palabra bar.
Es el bebedero de pájaros.

En él, la palabra hombre y la palabra mujer hablan con un zumbido de peras nacaradas al mejor estilo maorí.
Rituales de bilingüismo inmoderado. "A" que suena como ángulo, "e" que suena como eco, "i" que suena como sí, "o" que suena como nosotros, "u" que suena como unir.
Vida de gente común que se alimenta de cosas raras.
La palabra hombre suelta un aroma de membrillos que se puede ver y oír desde Nueva Zelanda hasta las laderas del Etna, desde la palabra allá hasta la palabra aquí.
Haka o muerte: "Kia korero te katoa o te tinana". "El cuerpo entero debe hablar". Cuando la palabra cuerpo no habla se entumece la palabra amor. Es así de fácil y así de triste. Entonces, la palabra amor pierde motricidad y se deja llevar en el changuito de compras. Se hunde Venecia y surge el supermercado. Se instala una lógica que alterna las corrientes heladas del sector de lácteos, con las pócimas amoníacas de la limpieza. Allí, la palabra amor se siente morir, pero la palabra azúcar, venida de alguna memoria, hace virar la carroza mortuoria hacia la góndola de los endulzantes. A cuatro manos se llena el armatoste de alambres cromados con desodorantes de ambiente, sopas enlatadas, carnes prensadas en medallones claustrofóbicos, carnes rojas, carnes blancas, carnes molidas, demolidas, maltratadas, pucheros costosísimos, lomos de chicas trans que no se dejan seducir. Hasta que llega el momento en que no hay nada más para comprar y la palabra amor, sin código de barra, no dice ni mu.
A todo esto, las puertas de la palabra bar se mantienen abiertas.
La palabra mujer entra y sale del idioma sin saber en qué pensamientos de por mayor y menor se ha extraviado la palabra hombre. Nadie más que las palabras están vivas a la hora de siesta.
Una serie de ideas infinitesimales estallan como salvas de honor y los sobres de azúcar se abren. Caen los granos blanquísimos dentro del pocillo de café como estrellas siderales dentro de una noche revuelta con cuchara.
Qué otras palabras se podrían decir que no fueran palabras prohibidas.
Que no se gasten las palabras dichas ni se mueran las que no se pueden decir.
La palabra mujer escucha desde el principio hasta el final todo el silencio de la palabra hombre.
La mesera que se enamora más de la palabra mujer que de la palabra hombre sonríe. Se deslumbra. Mira las manos de la palabra mujer que sostiene el corazón de la palabra hombre. Le habla tan bajito y tan de cerca que el nuevo pedido de café parece una confidencia amorosa.
La palabra hombre suelta los demonios de la palabra celos.
La palabra mujer saca uno por uno a sus propios demonios para que la palabra hombre se muera de sed.
Vida de gente común que se alimenta de cosas raras.
Un desierto de Sahara corrompe la palabra bar, destripa el bebedero de pájaros y la única mosca que se cree mariposa comienza la danza maorí. Haka o muerte: "Kia korero te katoa o te tinana". "El cuerpo entero debe hablar".
La parte grande es el sol que llega de atrás para adelante.
La parte más pequeña es inspirada por un relato que es o será pero nunca fue.
La mesera es semejante a la palabra mesera, exacta en su voz y en la sombra que proyecta.
La palabra celeste es inútil. No se deja beber como la palabra café, no se cae al piso como la palabra desmayo, no tiembla como la palabra yo, no suda como la palabra sexo, no mira como la palabra vos, no vuela como la palabra pájaro.
Leer para creer.
La palabra hombre está escrita al bies.
La palabra hombre huele a la palabra mujer a cien metros a la redonda.
A la palabra mujer le encanta soltar su aroma.
Sentir para creer.
Nadie más que ellos en la palabra bar.
Dios, barre la palabra calle de esquina a esquina.
Y todo si no claro bastante completo, con poco cambio probable a no ser quizás para llenar la palabra silencio.
La palabra mujer se ahoga en apólogos que tendidos sobre la mesa de la palabra bar, resultan versos.
La palabra hombre lee en su lengua las oes redondas como a compás, reemplaza las serpentinas eses por delgadísimas íes a la hora de construir plurales, se sube al pedestal de las mayúsculas y ensarta a la palabra mujer con su latido escandaloso.
Allá va Dios, lleno de polvo, recogiendo la basura de la gran ciudad con sus manos blancas. Manos simples de Dios simple que uno puede sacudir, besar, tomar, como en uno de esos momentos en que la palabra hombre y la palabra mujer se confiesan sin decir palabra.
Leer para creer.
La palabra bar es un bebedero de pájaros rotos.












Lidia*




*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com





Adivino la penumbra, los relámpagos en el rostro de Lidia. Cuando camina miro su vestido, el pesado oleaje que deja la tela. Más tarde, sentada, es un mueble vacío que sólo proyecta sombras, el remanente de las cosas que pasan. El día anterior la había encontrado en el jardín, insomne, dando vueltas, mirando cosas al azar.
Me duelen los pies. También las manos. El fulgor en su pecho por una medallita. A veces, por su posición, deslumbra; un brote de luz para toda ella. Entonces se mueve y me pregunta:
— ¿Qué soñaste?
Busco en la memoria. Deber mío soñar todas las noches, lo que sea, pero a veces no.
Lidia libera sus dedos mientras recuerdo: prueban las uñas su boca, la cercan. Después, una mueca que perturba, la sonrisa que se forma como una línea en el agua.
Tocan la puerta. Lidia cruza la habitación. La aldaba en la madera. La sombra al otro lado que florece. Los pasos de Lidia son los de alguien que camina bajo la lluvia. Desde hace tiempo percibo con claridad sus manías: la duda en sus dedos antes de encender la luz, el movimiento de sus aretes cuando inclina la cabeza, alerta ante un suceso inverosímil que, por algunos instantes, se vuelve atroz y definitivo.
Mientras Lidia abre la puerta miro la mesa dispuesta, los dados oscurecidos por el azar, una baraja, la derrota de una vela. Inclino la cabeza: un filo de nube mueve la luz sobre la madera.
—Entra.
Otra mujer en la habitación, más nueva, más pequeña. Es la primera vez que la veo. Ya no más nube en la madera, sólo en la hojarasca que transcurre, en su memoria. La lluvia de hojas, desde hace días, cubre con su sonido la superficie de las cosas. La recién llegada, en el quicio de la puerta, sigue por instinto el movimiento. Con nerviosos ojos, de pajarillo en rama, atisba.
—Me acuerdo del sueño —digo por decir algo, para ser intruso, aunque sea por un momento.
— ¿Qué es?
— Una tetera que envuelve el fuego, tus manos a cierta distancia.
— ¿Qué más?
— No sé.
Lidia suspira, decepcionada.
La otra se refugia en una esquina del cuarto, apenas la percibo. Sólo el compás de su respiración, lento, sumergido en el agua. A su piel le imagino gotas. Imagino su cara afuera, en el descampado, iluminada por brasas. Resplandecida, entonces, se acerca a la mesa y mira los dados.
—Perdón por llegar tarde —dice.
Su voz es una cesura. El cuerpo del silencio ya no pesa. Leves hojas se desmoronan en los ojos de Lidia, nos habitan aunque no lo sepamos.
Las respiraciones se sincronizan, como manada que avista una fosa de agua. También la mía. Siento el dolor de mi cuerpo, los brazos hormigueantes por la posición en la silla, las crecientes náuseas.
—Llegas tarde —reclama.
Lidia camina hacia mí, desbocado el olor a madera de su cuerpo. Un bosque entero cuando se acerca, sus frutos cuando me toca. Trato de inclinar la cabeza pero Lidia sabe que su tacto entume y lo prolonga en mi frente. La otra nos mira: desde su perspectiva la oscura mano de Lidia, la mano que baja hasta mi garganta, cuidadosa, como si fuera a tañer una cuerda.
— ¿Soñaste algo más?
El cuerpo de Lidia crece su sombra, casi un charco donde beben los pies de la otra. Cierro los ojos en busca del fuego, de las manos expectantes por la tetera. Empiezo a formar una imagen en el cuerpo de Lidia, algo que me rescate de ella, cuando la otra aviva la voz:
—Un río, cuando llegué. Por eso la tardanza.
Lidia la mira. Sus labios entrecerrados, apenas los dientes, como si buscaran en el aire una fruta.
— ¿Qué más?
—No recuerdo.
Las dos se sientan en la mesa. Sus manos extendidas, las miradas en lo bajo, en un tanteo que no llega. La mesa es un campo nevado. Las manos de ellas, oscuros pájaros que lo vadean. Sus rostros y los cuerpos serenos, al unísono en la luz, incluso los parpadeos.
Están un rato así, una frente a otra. Después, por turnos, arrojan los dados. El golpe sobre la madera. El lento movimiento que no acaba. Después murmuran números. Juegan a adivinar y ríen. La nueva me observa con insistencia. Apenas habla. ¿Dónde la he visto? ¿Por qué la imagino con las manos húmedas, la espalda contra la pared, embebida en algo?
Muevo un poco los pies, despierto sin querer un crujido de la silla. Lidia se acerca, da una vuelta alrededor de mí, recupera algo, una sustancia que no veo. Me estremezco cuando se aproxima, cuando vuelve la olorosa madera de su cuerpo.
— ¿Tienes sed?
Asiento en silencio. Ella va a un rincón del cuarto y regresa con un vaso abundante. Me da de beber. El agua se derrama en mi boca, como antes la luz entre ellas. Después, cuando estoy satisfecho, su mano desciende: un instante el vaso a la altura de mis ojos: un anzuelo. A través de él, de su reflejo, las crecientes cumbres de Lidia. La voz es sustento de la otra, apenas visible desde el fondo del vaso, como alguien perdido en un banco de niebla. Lidia deja el vaso en el fregadero y me mira como un objeto perdido, rescatado entre el polvo, a ciegas.
—Pensé que te acordarías con el agua.
No sé qué responder. Sólo espero que concluya la tarde. La inútil hojarasca en el patio, el nervio de los pájaros en las ramas, diminutos carroñeros después, en el círculo de la conjura, planeando. Ya no hay bruma en la otra, sólo penumbra ceñida alrededor, que baja por sus pechos, que deposita sombras leves en su cintura. Oscurecida se acerca y su boca promete lumbre de voz. Pero Lidia se da cuenta y la calla colocando un dedo firme entre sus labios. Sólo queda el temblor de sus ojos, desvinculado por completo del rostro. Lidia me pregunta:
— ¿Sabes cómo se llama?
— Tal vez la conocí en otro lugar —respondo casi de memoria.
— ¿En el lugar donde aparece la tetera, donde mis manos se acercan al fuego?
Trato de responder, pero el dolor se acrecienta. Mi cabeza es un vaso que rebosa. Mis pensamientos sondean el vacío. Busco afanosamente la tetera, le dibujo un asa, el febril humillo que bordea. Pero la imagen se diluye. Sólo me queda la provocación. Alzo la mano a pesar del dolor, en un movimiento absurdo que me delata. Lidia mira los dados, la desparramada vela, acaricia el cabello de la otra. Las sonámbulas muy juntas. Las dos, una solitaria mujer, en el rito de la ablución, frente a un espejo. Van y vienen las manos de Lidia. Tararea. Detiene su mano cuando percibe la mía. Sigue el viaje con la otra, la tejedora. Enmarcado por la ventana el movimiento. En una pintura las dos. Gruesas pinceladas en los ojos, más finas —por la luz— en los brazos. Mantengo la provocación. Lidia deja a la otra encandilada por los remanentes de su fuego. La cabizbaja, desde mi perspectiva, con un poco de humedad, perenne en la frente y los labios.
Lidia me toma de la mano. Percibo su respiración. El desorden de las venas, el oro desordenado del cabello. Con su presencia aumenta el dolor. Todo el embate en el cuerpo, una marejada que sube, que no cesa.
— ¿Qué pasa? —me dice.
Más cómoda en la creciente oscuridad. La tarde se apaga poco a poco y las habitaciones menguan igual que los camarotes de un barco hundido, alejado del sol y la misericordia. En poco tiempo Lidia prenderá las lámparas. El gobierno de los oscilantes focos, entonces, sobre nosotros. También su amarillo. La fría mano de Lidia me toca, no me suelta, tantea el aire, le da forma. Le digo:
—Una tarde bajé por las escaleras, estabas cerca de la hornilla, próximas tus manos a la tetera. Desde entonces siempre te veo.
Sonríe Lidia. La otra, en un rincón, desordena con su silencio las cosas. Lidia guía su respiración, impide que se desboque y acabe con todo. Como en agua revuelta los dedos de Lidia cuando van al interruptor. Después, calculados los muebles por el muerto dibujo de las lámparas, se sienta en el sofá, frente a mí. Sigue el interrogatorio, los ojos a veces en el vaivén eléctrico, en los insectos que concurren a las recientes bocanadas:
—Tienes que contarme más.
—Sueño con eso, sólo bosquejos de ti, nunca de la otra.
—Algo más concreto.
—Seguías con la tetera, mirabas el ascenso del humo hasta el techo, quizás una figura que se escapa, que no recuerdo.
Lidia endereza el cuerpo. Inspirado en el diablo el tiento de su voz, el tono que acecha, que rodea con hambre:
— ¿Y si repetimos todo?
— ¿Qué?
— Lo del sueño, la imagen, ese instante.
No puedo responderle. Abundante y amarillo su cuerpo; la madera que lo templa. La otra está expectante, mirando nuestras sombras, abiertas las palmas, temblor de peces en los dedos. A ratos parece más viva, pero la mayor parte del tiempo se mantiene constante y frágil, con el equilibrio de los sonámbulos, de los sumergidos.
— Quizá así descubras el inicio de todo.
Da una vuelta por la habitación. En fiesta sus pasos por la idea. Una vuelta más. Se dirige a la ventana, un dedo curvo al pulso de los árboles, al nervio de las ramas por el viento. Dedica varios segundos a la estratagema, pero no tomo en serio sus intenciones por su mente volátil, porque son volutas sus pensamientos en la tarde, humo.
—Ayúdame —dice a la otra.
Las dos, a un mismo tiempo, se dirigen a la cocina. En el trayecto el dolor adquiere una consistencia uniforme, cenagosa. Buscan en la alacena, a un lado del fregadero. Apenas logro inclinar la cabeza, una ligera variación que me reafirma, que me sitúa —de alguna forma— en el mundo. Pero pierdo la batalla: demasiado estropeadas las articulaciones, los huesos recorridos por innumerables penas. El hormigueo en las manos —a veces acicate— impide cualquier intento. Con el tiempo aumentará la embestida. Sólo atisbo desde mi lugar, como santo a media luz, en doloroso nicho. Sedimentos se reúnen en la orilla de mis ojos, esquivas siluetas en una playa, interrogando la desolación, después de la marejada. En el piso refulgen pocillos para el café, cucharas sin orden, inútiles cazuelas. Sin gobierno la estrategia de ambas, por la premura, por la desesperación, por resolver el asunto a costa mía, de ellas mismas. Yo prefiero lo abierto, lo maleable, lo inconcluso. La búsqueda continúa, obcecada. El piso es un cementerio de cacharros. Desperdigados ocupan la escena, protagonistas a su modo, hasta que Lidia exclama:
— ¡Aquí está!
Entre sus manos acuna la tetera. Siente su peso, examina la tapa, abarca con sus dedos el ininteligible grabado, el suspenso que deja en su boca abierta. La otra sujeta la tetera del asa. Desde lejos miro el descubrimiento, el asombro que comparto porque nunca habíamos llegado a este punto, porque siempre nos interrumpía algo: un ladrido, el ruido de la lluvia en la ventana, el oscuro vuelo de los pájaros.
Revuelven un estante. Un cerillo a media combustión pero que devora y contagia la hornilla. A pesar de la distancia percibo la corona de humo, el temblor azul en los extremos. El galope del gas en las tuberías. El agrio siseo aísla las náuseas, como una risa en un cuarto vacío. La otra va al garrafón, llena un pocillo de peltre y lo lleva cerca de la hornilla. Lidia otea en el especiero, busca esencias, hojas de limón para el agua. No encuentra nada. Indecisa, se acerca a la hornilla, a la burbujeante superficie.
El metal de la tetera pule la luz, fija la mirada de Lidia en una memoria, un tiempo. Imagino el resto: en el diminuto espejo un fragmento de su rostro, parte de la habitación, el esbozo de nosotros. Las paredes curvas por la redonda superficie, los objetos en distorsión, figuras ambiguas en una repisa, impregnadas de veneno.
—Creo que lo estamos logrando, ya sé dónde está el truco, sólo hay que tener paciencia — dice Lidia.
El fuego lame el vientre de la tetera. La otra más blanca, despabilada, también mira. Por el acercamiento menos luz en la tetera, una nube invadiendo el redondo camino del sol. Sin embargo se acentúan sus ojos, la parte superior de la nariz, las pestañas. Las dos, curiosos gatos, persisten. Lidia dice:
—Creo que veo algo.
Apenas puedo parpadear, mis ojos arden. El dolor asciende lentamente, como el agua en la tetera. Las figuras ganan nitidez. El cuadro completo se abre. Desvío, como último recurso, la mirada. Escucho la voz de Lidia, llena de maravilla:
— ¿Así era en el sueño?
Pero no busca mi respuesta, sólo se funde en un plano, en un volumen. Luego se concentra en un punto que la define, que le devuelve una imagen nítida, la entera perspectiva de sus tardes.
Mantengo abierta la mirada. En la esquina la secreta espalda de Lidia, inalterable, con el peso de la conjura. No puedo percibir a la otra, apenas su hálito, su sedimento. Siento su amenaza, como si de pronto fuera a aparecer en el encuadre, a destiempo, y nos obligara a repetirlo todo: las palabras dichas, el acto de prender la luz, el pulso de Lidia en mi garganta. Imagino a la otra para salvarme, prevenir algo: la espalda contra la pared, embebida en mí, los pechos bebiendo la luz, el aire espeso. Asciende el agua en la tetera, en el límite la ebullición, un poco de vapor en la escena. Inmóvil Lidia, sólo el avance de su mano, casi imperceptible a la distancia, como el reflejo que se esconde en una vitrina. Entonces, con la cercanía, termina el dolor. El fuego se extingue y sólo queda humo, el desequilibrio en la habitación, el remanente de la imagen hasta otra espera.




-Del libro de cuentos "La herrumbre y las huellas".


-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.













De una noche de verano*




Y aunque su nombre real sea otro, haya de ser forzosamente otro, fue Carmen para mí desde aquel primer atardecer y para siempre.
Así, la recuerdo Carmen sentada a poca distancia de mi propia atalaya de hombre solitario, acodada en la barra del bar, rodeada por el ruido e indiferente a él. El ruido del partido de fútbol en la tele, el ruido de los comentarios más o menos eruditos en materia deportiva, de las risas, el ruido de los cubitos al despeñarse en los vasos, el ruido amortiguado de la calle. Y entonces sobrevino el gol, el jolgorio, el griterío general; y ella me miró con sus ojos grandes, tristes.
Tal vez me encogí de hombros o aspiré resignadamente mi cigarrillo o me quedé mirándola. La recuerdo Carmen tomando cerveza mejicana, fumando con delatora insistencia, charlando a ratos con la camarera, a ratos mirándome, como una invitación al diálogo, a la plática, a ese otro orden ajeno a la tarde futbolística y a las sonoras voces de aquellos otros, que deslizaban furtivas miradas a sus muslos, a la sugerente abertura de su vestido rojo. Pensé en una siniestra bandada de buitres ruidosos y acechantes, en espera de una oportunidad ventajosa para lanzarse en picado sobre la presa indefensa.
Curioso que Carmen, porque al fin y al cabo, lo mismo hubiera podido ser Diana (por un algo salvaje que se intuía en sus gestos) o Dolores (a causa del pelo negro, de la cerveza, de un deje desdichado en sus pupilas) pero así y todo, Carmen, delgada, pequeña, de frágil apariencia, leve, adorable, y no obstante, un no sé qué de majestuoso emanando de sus formas suaves, cadenciosas, acariciantes.
Después, hubo otras tardes en que la vi en el Pub. A veces, sentado en la sombreada terraza, la veía llegar caminando con precisa desenvoltura. A veces, nos saludábamos con brevedad. Nunca supe o quise acercarme a ella. Acaso me impresionaba su presumible fortaleza, su inquebrantable independencia. En cualquier caso, hubo noches en las que no me fue posible evitar una sonrisa ante su desmesurada alegría. Y sin embargo, yo la observaba y presentía que algo negro y viscoso se debatía en lo más profundo de su corazón. Que sus exagerados ademanes, su verbo fácil, sus aparentes ganas de vivir, no eran más que una representación, destinada a la admiración o al reconocimiento, tal vez al aplauso. Ni un sólo minuto dudé de su desdicha.
Pero cómo suponer que aquella noche (aunque llevaba tres o cuatro días inquieto, como presagiando una tormenta eléctrica o un descarrilamiento) ella vendría de aquel modo, tan borracha y, a pesar de todo, tan radiante con su pantaloncito corto y su irrefrenable rebeldía. Cómo suponer que sus risas, semejantes a una catarata de espuma, ocultaban el tremendo deseo de llorar. Cómo haber previsto que habría que llevarla a casa (no podíamos permitir que condujese en ese estado -y con esa pena-) y que yo, no sin sorpresa, habría de ofrecerme a ello (por mero afán de ser útil, por el simple deseo inocuo de permanecer unos minutos cerca de ella, a solas con ella que me miraba).
Y, ya puestos a especular, cómo haber evitado aquel otro bar que se cruzó en nuestro camino, donde ella bailó para mí, donde su cuerpo menudo se arqueaba y se ceñía al mío, produciéndome una extraña sensación, mezcla de deseo y ternura y acaso algo de temor. Y todo así porque yo no veía en ella a la mujer fuerte, autosuficiente, a veces irascible, que tanto se esforzaba en parecer y cuyo papel interpretaba con tanto éxito. Tan sólo me era dado vislumbrar, a través de sus máscaras, a la muchacha de carne tibia y alma errante que batallaba constantemente por disimular su dolor, a la chica salvaje y adorable que edificaba día a día un muro de risas para frenar el ímpetu arrollador de la desesperación.
Cómo no acompañarla luego a su apartamento, que me pareció enorme y vacío, sobre todo vacío a pesar de los cuidados muebles y las luces y el vistoso empapelado de las paredes. Y una vez allí, cuando ya mi misión había sido cumplida y me disponía a regresar al Pub, estalló en mil pedazos el dique que contenía su amargura y rompió a llorar sin frenos ni maquillajes falsos. Cómo consentir esas terribles lágrimas que no cesaban de brotar. Cómo haber evitado besarla, intentando procurarle el efímero consuelo de unas breves caricias. Sí, fui yo quien la desnudó con ilimitado cariño, quien acariciaba su cuerpo y lamía la sal de sus lágrimas, quien sentía crecer, intolerable, el fuego del deseo en todos los rincones de la carne. Pero lo mismo quise marcharme, posponer tan anhelado encuentro alegando excusas banales, mas era ella quien rogaba que me quedase, que siguiese besándola, que secase sus mejillas con mis labios. ¿Quién se hubiese resistido a ese ruego, cuando cada fibra de mi cuerpo me exigía su contacto, cuando todo reclamaba mi presencia allí, a su lado, entre las sábanas? Aún mi mente quiso eludir esos labios entreabiertos, ese cuerpo moreno y ansioso, esos ojos suplicantes como cadenas aterciopeladas. Pero ya mis manos recorrían, irreverentes, la tan deseada geografía de sus altiplanicies, sus volcanes, sus desiertos de fuego y sal; mi boca, ávida, buscaba con frenesí su lengua, sus pezones erectos; las palabras surgían como ajenas; algo ardía en mi frente. En algún momento, sus ojos dictaron una orden inaplazable. Sentí que no hacerle el amor hubiera representado una traición, que hubiese sido como negar toda aquella noche y tal vez negarla a ella y a mí mismo, y sobre todo, causar un sufrimiento estéril. De este modo, fui caminante extraviado en el matorral intenso de su pubis, maravillado navegante por el mar tempestuoso de su sexo, impetuoso amante, labio, alga y ola, madera a la deriva, tempestad y resaca; quise ser su consuelo, su libertad, su brújula, el árbol de los frutos de la calma.
Cuando me marché, sin embargo, aun pude escuchar culpablemente el eco angustioso de su llanto sobre la almohada.
Cabizbajo, alegre, confuso, acaso también algo triste (por no haber conseguido apaciguar la sed de Carmen, por no haber sido capaz de acallar la histeria de ratas desbordadas en sus entrañas) llegué a mi casa y conseguí dormir. Al otro día, un poco desorientado aún, fatigué las calles, me dejé caer por la estación, visité comercios en los que adquirí libros e inútiles utensilios para mis inminentes vacaciones, charlé con ancianos y con bonitas vendedoras, crucé avenidas, me refugié en las zonas de sombra y en algún bar, pero todo de un modo mecánico, como un autómata programado realizando actos que no alcanza a comprender, y mientras me observaba desde afuera y todo era Carmen en ese ir y venir y detenerse frente al disco rojo del semáforo inclemente.
Ya por la noche, acudí al Pub, pero ella no estaba. Las banquetas verdes, la terraza calurosa, los ruidos cotidianos, los autos mal aparcados, la enorme luna allá arriba, todo era Carmen desgarrándome por dentro, todo Carmen esparciéndose por la atmósfera y gritando caricias en secreto, todo Carmen amoldándose a la noche y a las tímidas ráfagas de una naciente brisa triste que en esa hora silente ya delataba su insufrible ausencia.
No era enamorarse, pero cómo explicar esa extraña opresión en la boca del estómago, esa falta de apetito, esa desmesurada necesidad de oxígeno, esa sed. Porque los otros hablaban y hablaban y reían forzadamente entre sorbo y sorbo de sus menguantes copas, a través del humo y el calor, y todo eso era también Carmen deslizándose callada y menuda sobre mi vaso vacío. Las gentes pasaban con inútil rapidez frente a mí, en busca de algún lugar donde beber y bailar y enloquecer un poco en esas breves horas de, llamémosla, libertad condicional, y miraban con disimulo hacia el interior semivacío del Pub, como un ansia irrefrenable de descubrir mundos desconocidos y acaso atrayentes, y todo eso era también Carmen lloviendo desganadamente sobre mi rostro, todo Carmen sin máscaras, Carmen rodeándome y anegando, sin saberlo, mi respiración. Y entonces, con un asomo de resignación, encender un cigarrillo, con un cansado gesto pedir otra cerveza, sentir sin amargura como van llegando las brumas de la incipiente borrachera y Carmen allí, entre mis venas y en cambio tan lejos. No, no era enamorarse, pero Carmen, a pesar de todo Carmen y el insoportable vacío de su cuerpo ausente entre mis dedos.
Al otro día llovió y la eché de menos. Y seguí echándola de menos en días sucesivos. Días que se iban marchitando en medio de una asfixiante monotonía repleta de coches rojos que nunca eran su coche y conversaciones estereotipadas en las que yo apenas intercalaba brevísimos monosílabos mientras mi mirada se perdía en la abrumadora lejanía de las avenidas sin nadie y todo seguía siendo Carmen sin Carmen, con los minutos eternizándose, sólo para anunciar, inclementes, que ella nunca llegaba. Todo como un incendio de gatos en mis entrañas, un vaivén de miradas interrogantes sin respuesta, una sucesión interminable de imágenes y sonidos que evocaban su esencia, un indagar números de teléfono, horarios, costumbres.
Todo me ardía en esos días, todo era una balanza oscilante donde se hacía imposible precisar si ella me había utilizado en un momento de insaciable apetito sexual, o por el contrario, fui yo quien la había defraudado, abandonándola a su pena cuando más necesaria le hubiera resultado mi compañía, negándole el consuelo de unos minutos abrazándola en silencio y dejando que sus demonios se fuesen adormeciendo entre susurros y palabras cálidas y besos solidarios. Pero era tan dulce dejarse deslizar al sueño, y en ese duermevela, imaginar su rostro, dibujar su sonrisa y verla aparecer, de pronto, con el pelo suelto, con sus ágiles movimientos de pantera arrojándose sobre mi sueño, de forma que, por la noche, todo era también Carmen entre vuelta y vuelta de mi cuerpo abrazado a la almohada que era también Carmen besándome con ternura y guiando mi espíritu hacia esos otros territorios en los que no existe el dolor.
O todo lo contrario, porque en el oscuro fondo de sus ojos latía un pozo de serpientes, una laguna negra, un páramo volcánico, pero así y todo, juntos, cogidos de la mano, desafiando demonios y acantilados en penumbra, entrelazados, como una última esperanza de regreso a este lado, donde aún existe un valle de incomparable verdor en el que retozar libres y olvidados.
Y despertar con ese sabor, con el rostro de Carmen aún mirándome desde el espejo de la madrugada mientras nos cepillamos los dientes, y pasar luego a lo otro, a ese rodar acelerado porque las siete menos cuarto y la ciudad repleta de vehículos que hay que sortear peligrosamente para no llegar tarde al trabajo, a ese inútil stress que se nos va llevando sin que seamos capaces de detenernos en nuestra loca carrera para preguntarnos adónde, para reclamar un segundo de paz, un remanso de cordura.
Pero allí, en la soledad de la máquina, de nuevo Carmen como sentada sobre el monótono chak-chak de los pliegos de papel que van doblándose y se amontonan en la mesa tras la que los ojos de Carmen parecen perderse en otros ensueños y por eso, fumar de nuevo para sentirla cerca, para abrazarla en el humo que se eleva, para envolverla en el fuego que baja a mis pulmones.
Sé que no he de volver a verla. Pronto llegarán las vacaciones y al regreso nada será lo mismo, porque una de estas noches, lo sé, vencerán las bestias que se agitan en lo más hondo de su entraña. De nada servirá entonces mi espada de cariño, de nada tratar de despertar para traerla de vuelta a este lado. Todo se habrá perdido y, aunque volvamos a vernos, no hemos de reconocernos entre ese humo tan diferente y esas hondonadas repletas de noches solitarias y rostros ajenos.



*De © Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com















El habla de las mujeres*



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar




"Si la escritura y el silencio se reconocen uno a otro en ese camino que los separa del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca de la escritura", escribió Tamara Kamenszain en "Bordado y costura del texto".

Ahora, en un rincón muy alejado, aletargado tal vez de mi memoria, lo recuerdo al leer estas palabras. Mi abuela materna, recién instalada en Rosario, viajaba a mi pueblo para acompañarnos a mi madre y a mí, en esos meses en que mi padre viajaba al Sur a cumplir con sus tareas de la cosecha fina, como se llamaba a la trilla del trigo en ese tiempo.

Eran tiempos laxos para nosotros que descansábamos de esa especie de Catón, que era mi padre muy adicto al autoritarismo y la censura.

Todavía recuerdo aquella noches en que yo recostaba mi breve cuerpo de no más de cuatro años en la cama grande mientras mi madre y mi abuela, acomodaban ropa, zurcían o remendaban, o directamente la cosían con esa máquina que inventaba el ruido de la lluvia. En un momento, sólo oía sus voces cuyo sentido no lograba descifrar porque venían en un dialecto dulzón del sur de Italia. Llegaban esas voces protectoras y queridas como arropándome, como bañándome de abandono, como produciendo en mis músculos esa laxitud que me introducía en el sueño paulatino y lentamente, como si yo fuera un leve pájaro que recibe sobre sí el peso de una montaña de plumas. Así de blando, así de dulce era todo.

Al otro día despertaba en mi cama, justo debajo de una ventana que daba a un ceibo pletórico por el canto de los pájaros y con ese despertar y con ese ceibo que ya no existe, sueño todavía.

Del clarificador texto de Kamenszain digo solamente que es una manera de explicar tal vez el origen de toda creación poética y cito luego unas palabras de Eloisa, hermana de José Lezama Lima; que copio: "Las mujeres de aquella familia invertían gran parte del tiempo en interesantes diálogos que se interrumpían para proseguir la cotidianidad y se volvían a hilar con una técnica perfeccionada. Esos diálogos dieron a los niños de la familia una cultura insuperable..."

Y vuelvo entonces a aquella edad donde no recuerdo ningún día donde no brillara el sol, donde yo no estuviera en compañía de mis amigos, donde el cielo no fuera sino azul y los pájaros no fueran sino esas flechas veloces que cruzaban el aire en aparente desorden y caos, pero nosotros sabemos que un orden mayor, rítmico y señero seguramente tienen.

También recuerdo que en mis incursiones por la casa, o para tomar agua, por un alto en los juegos, o ya porque mi madre me llamaba para la merienda, yo oía los restos, las hilachas desvaídas o misteriosas que mi madre, mis tías o mis abuelas compartían.

Muchas veces lo pensé, pero ahora estoy convencido al leer esas palabras de Tamara Kamenszain: en ese lugar de bordado y de costura nacerán los futuros escritores. De esos fragmentos de conversaciones a veces misteriosas, a veces en un secreteo que implicaba una mirada dulce de mi madre como para que yo comprendiera que no podía oír cosas que eran inconvenientes para un niño. ¿Un amor perdido de alguien tal vez? ¿La que fue abandonada? ¿La que se fue con su amor? ¡Quién sabe! Pero en ese trasiego, en ese ir y venir ellas iban armando esa "costura" de sentido, que se aposentaba en mí como una mariposa, que luego volando me traería la poesía.

Creo haber leído en García Márquez alguna vez, que las mujeres son, al fin de cuentas, las que arreglan el mundo que los hombres desordenan y arruinan con sus desaguisados y sus guerras.

También aquellas reuniones, que no excluían el trabajo, y que tal vez lo potenciaran, eran un espacio u ocasión para los mimos extras porque esas mujeres siempre llegaban con presentes seguramente comestibles: pasteles, tortas, buñuelos, esas exquisiteces de las que yo daba cuenta sin ningún rubor ni ninguna timidez.

Esas voces, ese parloteo entusiasta me sigue todavía, cuando no está ninguna de ellas viviendo sobre la faz de este planeta y ya sus voces y sus risas se han acallado para siempre. No sin antes dejar a un hombre, ya con sus años, que vive agradecido porque esa herencia llegó a transformarse con los días que se arracimaron duramente sucesivos.

Nadie sabe cuánto daría por dormirme oyendo las voces de mi madre y de mi abuela que acompañaban mi sueño blando al compás de ese dialecto dulzón que atraviesa para siempre mi vida y mi escritura.

Y hoy, cuando despierto en las mañanas no están ni el ceibo, ni los pájaros, ni aquella ventana pintada de verde ni la voz querida de mi abuela, parándose en la puerta, preguntándome cómo había dormido y diciendo que ya tenía el desayuno preparado.













El Mago del Tiempo*


El hombre que vivía en la alcantarilla, demoledoramente viejo y desprotegido, revolvía la basura. Algo lo sorprendió entre los deshechos. Con el mugriento puño de su abrigo frotó el cuadrante.
Emocionado recordó sus años de piloto. Todavía no existían los relojes de pulsera y los aviones no contaban con el instrumental adecuado. Mediante una correa se ataba el reloj de bolsillo a la pierna o al brazo y gracias a su ayuda podían efectuar los cálculos de rumbo, distancia y horas de combustible que restaban.
Lágrimas de nostalgia le brotaron. Amorosamente siguió el trabajo. La esfera de cristal recuperaba su brillo. De pronto se encontró en un ascensor. Subió hasta la azotea de un enorme edificio. Lo esperaba el Mago del Tiempo, fue un encuentro inaudito.
El Mago hizo que le brotaron alas y voló, voló a través de los años. Volvió a ser aquel muchacho deslumbrado atravesando nubes.



*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
(5 palabras: encuentro – reloj - ascensor – alcantarilla – viejo)













El club de los rígidos*



Con el lema de “Toda rigidez va en contra tuyo” me invitaron a ser socio fundador del club.
No creí tener merito para el honor innegable de figurar entre los fundadores de una institución.
Puse condiciones: que sean reuniones sin temática previa. Que no sea un club “monotemático” ni de fans ni de encuentros de poesía, ni taller literario ni de...
Que la sede de los encuentros sean bares o plazas en el gran buenos aires. Y por último, que para llegar a los encuentros haya que viajar en tren.
Tuve cierta percepción de la rigidez de mis demandas. Muy a pesar mío, los miembros del futuro club fueron flexibles…



*De Eduardo Francisco Coiro.














*


Al principio de día o en el fin de la noche, nunca se piensa de la misma manera. Todo simula ser como lo dejamos pero una atención repentina (si logramos salir del sueño) descubre que estamos en otro mundo. Luego nuestra pasividad vuelve a la repetición.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com










Inventren







Desde el vagón cineclub*



Pensé que en la estación anterior quizás habrían desenganchado el vagón, pero supuse que no y me limité a recorrer el tren de compartimiento en compartimiento, como si fuese a algún lugar preciso y no estuviese buscando algo ignoto.
Cuando encontré la carga de bicicletas, todas colgando en la penumbra de ganchos del techo, casi doy media vuelta y me resigno a finalizar la aventura, pero me atreví a cruzar ese espacio oscuro para encontrar en el vagón siguiente una oscuridad mayor: el vagón de cineclub donde, como la vez anterior, ya estaba la película en plena proyección.
En esta oportunidad de inmediato reconocí el film. Era "El tercer hombre".
Llegué antes, pero no pasó mucho tiempo para que Orson Welles llevase al protagonista hasta el parque de diversiones. Era de noche allí, y tal circunstancia casaba perfectamente con la negrura espesa del vagón donde, como la otra vez, apenas se adivinaban cinco o seis figuras silentes.
El parque de diversiones de la pantalla tenía una reminiscencia de los parques de Bradbury; como si algo maligno se asociase, se pegase pringosamente a lo relativo a la niñez. Esa cosa de la inocencia que no se sostiene frente a la nocturnidad que la desnuda. Y Welles, ominoso y encantador, hizo entrar a su acompañante a la cabina de una gigantesca vuelta al mundo.
Mientras la enorme rueda giraba en la pantalla, el movimiento del tren me hacía subir a mí también, transformándose el traqueteo horizontal en el lento escalar hacia la cima.
Desde allí Welles le mostró -nos mostró- la gente desde arriba. Meros puntos móviles. Dijo con terrible certeza que si uno de esos puntos dejase de moverse, tal cosa no sería significativa. Expuso con simpleza la visión desde la cima del poder, las gentes comunes meras hormigas, acaso números ínfimos, partículas elementales.  Recuerdo haber experimentado el vértigo de sentirme arriba y de saberme abajo. Atroz desdoblamiento del comprender sin justificar. De temerse a una misma si las circunstancias fuesen otras. ¿Quién sería, yo, en la cima?
De la primera fila me llegaba el olor del whisky, y el hombre corpulento que había estado bebiendo comenzó a roncar con fuerza.
Cuando me retiré en la oscuridad pensé que le habrá gustado ver una película de su tío, Sir Carol Reed.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com






-Próximas estaciones de escritura:

PLOMER    
-Por Ferrocarril Midland-

JUAN ATUCHA.  
–Por Ferrocarril Provincial-


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El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Provincial:

JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

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El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Midland:

KM. 55.    ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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