viernes, agosto 11, 2017

ESTA EXISTENCIA A VECES APARECE…



*Dibujo de Erika Kuhn.











Lágrimas de una bruja joven*




No quedaba nada sobre el asfalto cuando entraste
en el recuerdo de cien molinitos de papel girando
con desesperación en la puerta de un quiosco, un invierno.

Colores vertiginosos que confirieron
su índole a ese tránsito
hacia el pasado por el que recorrés ahora
la misma calle, la misma húmeda avenida,
fresca, desnuda, lunar, en que cesó el ruido
y las artes mágicas te permiten flotar
hacia la noche cada vez más fría y ancha,
-una libertad que te deja sin habla-,
como si en el fondo del cuadro hubiera un gran país nevado
y aquel titilar de lámparas que empezaban a encenderse
detrás de las ventanas cuando
volvías, dejando el campo atrás, ensimismada.



*De Jorge Aulicino, inédito












ESTA EXISTENCIA A VECES APARECE…








*



Algún día supe que así como hay perfumes sensuales o alegres, hay perfumes tristes, y que el sufrimiento tiene también un perfume delicado, pacífico, un poco brutal. Pero que yo nunca lo elegiría y siempre sentiría odio por los que crean esos jardines de la desesperanza y los crean tranquilamente, como si nada, o peor, como si fuera necesario.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com














El Colgado*




*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




Uno



Primero fue un cuervo, después un aleteo, medio incandescente, medio alborotado por el sol en una rama. Su figura de aire, volátil, no pudo contener el vuelo y desapareció. Un remolino de polvo en el llano. Arrastraba hojas. El niño seguía el vuelo del polvo. Imaginaba voluble el del cuervo. Las plumas negras. Su estela y sus ansias. A lo lejos la carpa del circo. Multicolor, por la perspectiva, flotaba.
—¿Qué haces?
El niño movió la cabeza. Miró al hombre, el deterioro de las botas, los nudillos salientes, el sombrero de palma, sus innumerables agujeros que iluminaban el semblante.
La carpa se inflaba por el viento. A un lado, diminutos, los remolques. El hombre se sentó y sacó un cigarro. Pronto una llama. Y vertical el humo, buscando el cielo. El niño miró su vuelo. Se preguntó, de nuevo, por el remolino del cuervo. El hombre estiró las piernas. Entre las rocas su afilada sombra, de reptil en el desierto, incluso se proyectaba el humo, la punta del cigarro. No había nada que ver además de la carpa, sin embargo el hombre, como coyote, remiraba hambriento el llano. Abría leve la boca, saboreando el aire. Sus ojos eran ambarinos, con rojas nervaduras. El niño se rascó la cabeza.
—Te perdiste...
El niño tampoco respondió. El hombre, pobre de carnes, apenas llenaba las ropas. Como colgajos en los huesos. Esqueleto de pez, cuando giró el cuello, las vértebras. Sobre el sombrero todo el peso del sol, su aura.
—Es fácil perderse por aquí, no hay puntos de referencia —dijo y señaló con un dedo el horizonte. El dedo estuvo unos instantes obcecado, apuntando a la nada.
El niño evitó mirar a la dirección que señalaba. Sus ojos al árbol, a los zapatos, a una brecha.
—A veces pasa gente —dijo, al fin, el niño.
El hombre suspiró.
—Pero la carretera queda lejos de aquí —dijo.
El niño señaló la carpa. Redonda como fruto y, acreditada la forma, más roja, viva como las manzanas.
—¿Desde cuándo están ahí?
—No sé.
—¿Se irán pronto?
El hombre miró el horizonte. Afuera de la carpa, nadie. Sólo el viento, el sol, los ardores. Volvió la vista al niño.
—¿Entonces? —reiteró.
—No sé, van y vienen.
—¿Vas al pueblo? —le preguntó el niño, más abiertos los ojos.





Dos


Después de caminar un rato subieron a un Datsun viejo. El hombre quitó unos periódicos del tablero. Calentó un rato el motor. Una brecha se perdía en el llano. El paisaje, sin ninguna sombra, inmóvil en el fuego de la tarde. El niño se miró en el espejo lateral, las pestañas, los ojos fijos en su imagen.
—Vámonos —dijo el hombre.
Ruidos adentro, un alboroto. Unas tuercas, como sonajas, junto a la palanca de velocidades. Un rato después, sobre camino más plano, el cascabeleo desapareció. Trabajoso el acelerar del auto: el motor forzado, los labios apretados acompañando la marcha. El niño bajó la ventanilla. Una línea infinita de postes, algunos inclinados, señalando los devastados maizales. En resistencia, a lo lejos, las nubes. El aire revolvía los cabellos del niño y, en el ámbito del hombre, el temblor del sombrero, sus nerviosas alas.
El hombre miró de reojo al niño. Trató de recordar su cara. Pero no había referencias, sólo el llano, las palabras que le dirigió, la manera en que miraba los remolques y la carpa.
—En las noches pululan animales venenosos, arañas —dijo el niño.
El hombre no supo qué responder. Se concentró en el camino. No había dormido bien: persistente el insomnio en el verano y con la estación también los sudores, el latido del cuerpo entre las sábanas. Y entonces se levantaba y merodeaba en el cuarto como gato, como loco.
El niño sacó la mano derecha por la ventanilla. Los matorrales veloces desfilaban. El campo todo de amarillo, todo consumido en el paisaje.





Tres


Después de un rato avistaron una tienda. El hombre desaceleró. Las alas del sombrero dejaron de temblar y el niño acomodó el cuerpo en el asiento. Las manos juntas, los dedos entrelazados, como en oración, esperando algo. El hombre estacionó el auto junto a un árbol. Por la inmovilidad más el calor, pesados los brazos, ámbito de brasas en la nariz, en cada respiración. Se bajó del auto y miró la sombra del árbol, el breve frescor proyectado. En la cima el deslumbrado follaje, el esqueleto de las ramas, el magro tronco. Un bostezo en el niño, después la boca entreabierta y el hombre pensó que debía tener sed, después de estar en el llano, como penitente, mirando los remolques.
—Voy por agua —dijo.
El niño apenas volteó, como si la voz del hombre fuera una cosa extraña en el aire, el parloteo del cuervo que había mirado en la rama.
El hombre renqueó a la tienda, el paso entrecortado por una reciente ampolla en el pie derecho. La frontera de la puerta alivió el calor y el hombre merodeó con paciencia entre los anaqueles. El dependiente limpiaba con esmero una antigua caja registradora. El radio murmuraba en el silencio, apenas despabilaba. Después de unos minutos el hombre se acercó con dos botellas de agua.
—¿No vendes cerveza?—preguntó.
—A un lado, en la cantina —respondió el muchacho y las habilidosas manos en la caja registradora, en las teclas, en la tira de papel que se desenrollaba.
El hombre salió de la tienda, miró el auto: el niño estaba bajo la sombra del árbol, pateando unas piedras. El hombre se acercó y le tendió una botella.
—Ahora regreso — le dijo.
—¿A dónde vas?
—A comprar una cerveza.
El niño abrió la botella y la inclinó para un trago largo, tan largo que un poco de agua brotó de los labios. Un manantial entonces y las gotas pronto en caída, humedeciendo la tierra. Una sonrisa.
El hombre, satisfecho, dio media vuelta y entró a la cantina. Un paisaje desolado lo recibió: a media luz el ámbito, los parroquianos jugaban cartas, algunos fumaban con las quijadas inmóviles, imaginando imposibles apuestas. Los ojos en un precipicio por la tentación. Se acercó a la barra. Una vieja echaba lenta el tarot, los ojos sumidos, el gesto embotado, las canas en contraste con la oscuridad del rostro.
—Una cerveza.
La vieja, un instante, extendidas las manos. Las palmas, las uñas amarillas. Los ojos un poco más vivos por la petición aunque eso no repercutía en la entera apariencia, en la sensación de abandono que provocaba.
Pronto la cerveza en la barra. Una servilleta abajo. Vasos empañados en una hilera. El hombre pensó en el niño, en el calor y en su íntima relación con el insomnio. Un poco de espuma en la boca de la botella. El primer trago y sintió frescas burbujas en la garganta. Mientras duraba la sensación miró a la vieja: de fastidio un bostezo por lo largo, por el suspiro que siguió y los dientes amarillos en la pausa de los labios, coloreados con tristeza, con descuido frente a un espejo.
Estaba a punto de otro trago cuando rechinó la puerta de la cantina. La menuda figura del niño entonces. Más pequeña resaltaba, por el lugar, por el techo alto, por la barra. Los parroquianos, en un solo movimiento, lo miraron. El niño tenía los ojos brillantes, el gesto curioso y dispuesto.
Los hombres dejaron de jugar, también inmóviles los tarros y la escasa luz que entraba por la puerta, ahogando los gestos. Entonces resaltó el abandono de las cartas, el dominó en suspenso, los desvalijados cuerpos que esperaban: algunos con auras de humo, otros aturdidos por el alcohol. Y la música persistía y el niño se acercó al hombre. En el lugar sólo las moscas, las respiraciones breves, de cansadas bestias. El niño miró con maravilla las cartas de la vieja, las escenas representadas.
— ¿Es su hijo?
El hombre se la quedó mirando, indeciso. Negó con la cabeza. El sombrero le ocultó el gesto de repulsión por la pregunta, por el niño que se detenía junto a él y alzaba la mirada esperando una reacción, una palabra. Entonces, a su pesar, informó:
—Estaba mirando el llano, los remolques.
El hombre retomó el silencio. Pero sabía que vendrían más preguntas de la vieja y algún parroquiano, aguijoneado por el alcohol, se inmiscuiría en el intercambio.
—Es cierto lo que le digo, el niño estaba en el llano, mirando los remolques.
Los hombres regresaron a su murmullo, quizás decepcionados, dispuestos de nuevo al convite, al demonio del juego.
—Ya nos vamos —dijo dando un trago profundo y por el torrente desaparecieron las burbujas en la garganta. Un par más y acabaría con la botella. Y el niño no dejaba de mirar la barra, la bandeja plateada para las propinas, el rostro encendido de la vieja.
—Espera —dijo ella — ¿no eres hijo de Eudora?
El niño la miró con simpatía y asintió. Entonces la vieja contó de una mujer trapecista, que iba de gira con el circo y que varias veces al año se quedaba en el pueblo.
—Pero este año no llegó.
—Pero están los remolques ahí, en el llano —dijo, vehemente, el hombre.
—No hemos visto remolques, ninguna carpa —dijo alguien desde el fondo.
—La mujer murió el año pasado —completó otro.
El hombre trató de ubicar a los responsables pero sólo encontró rostros aturdidos, la pasividad vacuna en las miradas, miradas de gente que sabe que el mundo arderá en llamas. En el hombre aún retumbaban las voces, el odio destilado por los otros que aún seguía, que ascendía conforme los segundos, como el salitre en el interior de un barco.
La vieja bajó la mirada. Varios títulos en las cartas: El Colgado, El Trono, Los Amantes. El hombre despachó el último trago. Los parroquianos, rabiosos, esperaban. Volvieron a sus asuntos cuando el hombre puso dos monedas, dejó la botella e hizo inminente su despedida.
—No les gusta el niño —dijo la vieja.
—¿Por qué?
—No sé, están locos.
El hombre miró por última vez las cartas, le llamó la atención El Colgado, con las piernas en cruz, entre dos árboles, de cabeza en el suplicio, esperando.
—Voy a llevarlo con su madre.





Cuatro



Salieron de la cantina. El horizonte: una orilla del mundo, por el escaso sol, en viva sangre. Apenas una colina y sólo despojos de matorrales. Un mar evaporado enfrente y en su lecho huellas, quizás salobres esqueletos. El niño atrás del hombre, los dedos de nuevo juntos, entrelazados. El Datsun, medio encallado por las tolvaneras, con los vidrios impregnados, cundidos de fino polvo. El fuego amainaba pero no el calor que aún exhalaban las piedras. El hombre se enjugó el sudor de la frente. Subieron al auto.
—¿Por qué no me dijiste que vivías en los remolques?
—Quería ir al pueblo.
El hombre calentó el motor. Tembló el tablero y la guantera. Las alas del sombrero ya no formaban penumbra pero aun así velaban los ojos. Pensó en el pueblo, en los remolques, en lo que diría cuando entregara al niño.
—Te escapaste —afirmó.
Un poco de odio en el niño, algo duro en el gesto, en la mirada. Ahora enemigo, el copiloto, en silencio no por vocación sino por no encontrar palabras para rebatir, para abogar por su causa. Al fin dijo, mirándolo por primera vez en el trayecto:
—No estoy huyendo.
—Vamos de regreso, a donde te encontré — completó el hombre.





Cinco


Las líneas de la carretera, una a una desfilaban, como lerdas ovejas, ovejas lanudas en el intento de sueño. Pero el hombre no estaba adormecido, los sentidos a la expectativa, buscando el paraje donde dejó el auto, donde miró por primera vez al niño. Pocas vueltas en el camino, algún atisbo de luz, ningún auto. Acostumbrado al mutismo del niño, metido en sus pensamientos, recordó las cartas de la vieja, los hirvientes bebedores. Los movimientos de todos, apretados como cardumen, al unísono boqueando. Las miradas de odio. Y la vieja lenta, toda de herrumbre, abandonada en la barra. En la tarde crecían dispersas luces, chispas de una fogata, insuficientes para orientarse. En poco tiempo llegaría la noche y el equívoco sería la norma y habría que estar atento a los pasos, a buscar referencias en todas partes, hasta en las respiraciones.





Seis



Después de unos minutos, con una uña de sol en el horizonte, creyó llegar al paraje. Disminuyó la velocidad, vadeó matorrales y piedras; algunas zanjas.
—Debe ser por aquí.
Bajó del auto. La bocanada de los faros, alboroto de insectos por el resplandor y las botas en el piso, volátil huella, levantaban polvo. El cuerpo orientado al llano en penumbras, la mirada en una breve colina, un relieve al oeste. El niño, cautivo en el auto, delineaba con el dedo en el vidrio. El hombre se acercó y abrió la puerta.
—¿No quieres bajar?
El niño estaba empecinado en su labor. Apenas parpadeaba. El dedo en movimiento, en figuras imaginarias, iba y venía en la película de polvo. El hombre lo sujetó y casi lo levantó en brazos.
—Vamos.
El niño opuso resistencia pero pronto cedió a la fuerza del otro. Resignado comenzó a caminar. El hombre cerró el auto y dejó encendidos los faros. Pero la luz penetraba poco y apenas descubría el sendero. En una corta distancia, pensó, los remolques y la carpa. Incluso, tal vez, una fogata, el bullicio de los cirqueros.
Caminaron en silencio unos metros. El hombre buscaba terreno plano por la punzada en el pie derecho. Pero el terreno descendía y la luz del auto, a la distancia, intermitente por los que convocaba, por sus aleteos. Seguían en la penumbra cuando el hombre tropezó con el cráneo de una res. Las oquedades de los ojos, oscuras, en el día convite de insectos. La quijada un bosquejo; la dentadura devastada, como el costillar cuya estructura había cedido al primer embate de los carroñeros. El olor descompuesto se metía en las ropas, escocía la garganta. Apuraron el paso pero no había señales del campamento. Un poco desesperado, bufando, se detuvo. El niño avanzó unos pasos más. Las luces del auto apenas se distinguían. Entonces el cielo tornó rojo y la última penumbra en los rostros, poco a poco, como el agua que corre entre los dedos.
El hombre quedó ciego un instante, caliente la sangre por el temor a perderse. Tocó la cabeza del niño, los brazos, pero sólo un instante lo tuvo, como pez retenido entre las manos, de nuevo al agua por el impulso. No había luna en el cielo, sólo leve escarcha en las nubes que apenas impregnaba las rocas. Entonces intentó recuperar al niño pero no hubo cuerpo, sólo una risa que se apagó lentamente hasta quedar en silencio. El hombre quiso emprender el regreso pero no encontró las luces del auto. Desconcertado, miró el camino de vuelta, luego alrededor. Y esperó.





-Del libro de cuentos "La herrumbre y las huellas".


-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.











*



Escribiste la banalidad de lo bueno:
manchas del sol en la terraza
y atardeceres lánguidos, aptos
para la cerveza amarga. Ensoñaciones
en las que tu cuerpo viajaba,
inmóvil, como un alma loca
hasta el despertar que te devolvía
a tu inútil condición de escriba. Escribiste
al cielo y a la ausencia
(a la ausencia del cielo)
y escribiste el aura de lo imposible.
Ahora estás leyendo esas letras muertas
como un forense que revisa un cadáver
y anota las razones del deceso.
¿Qué fue del canto y la devoción por el instante
y la memoria atada al clamor de los idos para siempre?
¿Qué fue de las promesas y de los harapos del hambriento
y de los gritos por un horizonte redentor,
por banderas encendidas?
¿Qué del poema que nos salvaría de la barbarie
y sus monstruos y desiertos?



*De José Di Marco.












Un concierto*




*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



Cuando el atardecer se vaya aproximando lentamente como una mancha que saliera de ese maizal alto que se aproxima a la casa.
Cuando las sombras se vayan arracimando, quitando la luz hueca del día, y la negrura de la noche solo trague esa multitud incontable de pequeñísimas luciérnagas rápidas, arbitrarias, eléctricas, ciegas de un lado hacia otro. Locas. Como si hurtaran sombras, como si quisieran ganar un terreno que no les pertenece, que a puro empeño andan luminosamente extáticas.
Cuando la noche se aposenta señorona sobre esa pequeña chacra que rodean maizales y sostienen el grito angustioso de los terneros llamando a las madres, ese hombre solitario recién saldrá de las sombras con ese inmenso farol que estuvo encendiendo -tratando de encender  y colgará de un gancho de alambre atado a un gajo de un paraíso añoso y lleno de cicatrices y de cortezas inmemoriales. Esas cortezas que recorren los insectos y las hormigas que aún no pudieron con él.
Ese hombre solitario que ingresa por esa puerta que lo devora entero, saldrá con una silla que depositará cuidadosamente en el patio de tierra apisonada y bien barrida. Volverá a entrar por esa puerta honda de la casa aún en sombras y que habrá de permanecer un tiempo largo así.
Desde el fondo de las habitaciones saldrá con una guitarra en la mano derecha, se acomodará tranquilo en ese ritual que lleva muchos años. Se habrá de sentar acompañado de su parsimonia añosa, templará como al descuido esas cuerdas buscando un tono. Habrá de interrumpir aún y mirará ese campo que se come el haz luminoso del farol, pondrá el oído presto hacia el campo que en ese momento quiere transmitirle algo, no lo sabemos, porque es verdad que en esa hora prima de la llanura el campo es todo oídos, el hombre no puede ser menos, no se quiere perder el ruido del mar que dejó en su niñez en aquella Europa milenaria que a veces extraña más y a veces mucho menos, porque el hombre con sus años, tan solos, que ya han hecho una llaga sobre su corazón casi más tosca que las que la escarcha produjo en sus manos que manejaron por cincuenta años las alas de la mancera. Más de una vez creyó que iría a volar detrás de ese revolotear de las gaviotas blancas que se disputaban los gusanos, las isocas y tanto manjar cuando la reja clavándose en la tierra la diera vuelta y una lengua muy negra se mezclara con esa zona de amarillento pasto donde tuvo el valor de clavar ese acero condenado a desflorar.
Después de un rato de aprontes, por fin emprenderá el sendero de la música que no será esta noche el filón nostálgico y doloroso de sus canciones antiguas sino unas milongas criollas que le ha hecho conocer el vecino, un puestero también muy mayor como él, un auténtico entrerriano de Montiel, solitario como él, pero la soledad suya no es por soltería como el hombre que deja acariciando las cuerdas de una guitarra, sino una viudez lejana, y si no fuera por este gringo, mal lo pasaría con sus hijos desflecados al viento.
Cuando el criollo monte ese moro manso ya se pondrá en camino desde su rancho a la casa de ladrillos que lo espera con esa gran luz aplanándose sobre el patio de tierra, para provocar un concierto que solo escucharán los sapos, las ranas y esos terneros guachos que gimen lastimeramente buscando a su madre.















11 *




De soslayo

de susurros

de a escondidas.

Esta existencia

a veces

aparece.



*De Paula Novoa.
-Poema incluido en Hija de mala madre.



-Paula Novoa nació un 08 de marzo de 1976 en San Antonio de Padua. Es profesora en Lengua, Literatura y Latín (I.S.F.D. N°45, Haedo) y Licenciada en Lengua y Literatura con orientación en análisis del discurso (UNLaM). Escritora de poesía.
Publicó: El año que fui homeless, Cave Librum Editorial (2014) e Hija de mala madre, Cave Librum Editorial (2016).
Actualmente trabaja como profesora de Lengua y Literatura en escuelas secundarias del municipio de Moreno.












*



Me pareció haber atravesado un puente. Como los de Madison.

De qué
de qué
se vestirán los puentes con la entrada
de la noche en sus metálicos huesos.

¿Por qué estelares fríos
serán invadidos?

Allí ,en esos pasajes
dónde el amor jamás
podrá perpetuarse .

¿Qué dirá el árbol solitario
frente a intemperie por el vuelo
intempestivo de toda ala?

¿Qué no podrá la fuerza del agua
llevarse
hasta la próxima mañana ?

Cuánto las vigas de los puentes
deberán pesar
para no caer por el llanto ahogado.

A veces es insostenible
la liviandad de los cuerpos .
.

Insoportable será el peso
de seres que se miran
indefensos entre pausas de silencio.

Cuánto
las vigas de los puentes
deberán pesar
para sostener
la indefensión
del amor.


Qué aromas
y qué silencios
qué rumores de palabras
el paso del agua
llevarse no podrá
cada mañana.



*De Adriana Saliche. adrianasaliche@hotmail.com
Chivilcoy.







*



Ella estaba acostada, oyó el ruido de la puerta al cerrarse, sintió las manos que la recorrían. Freud dijo que uno no es responsable de sus sueños y recordando eso fue más allá de lo que nunca hubiera imaginado. En la cama encontró una nota al despertarse: "Sueña usted que es una maravilla, señorita, que sus sueños no queden solo para su psicoanalista".


*De Cristina Villanueva libera@arnet.com.ar









Inventren







Manos*



Se miró una vez más las manos. Lo hacía constantemente en los últimos días. Desde lo del tren, las sentía como algo ajeno, algo que en realidad no formaba parte de él pero que estaba ahí, como una especie de entidad parasitaria, un virus que amenazase con propagarse de forma fulminante al resto de su cuerpo, pero que, en cualquier caso, no podía ser exterminado ni aislado. Sólo quedaba entonces una especie de resignada desconfianza y ese gesto ya casi mecánico de contemplar con insistencia sus propias manos como si en realidad fuesen las de un desconocido, y hubiese que estar atento para saber qué hacía con ellas.
No puede negarse que, después de lo ocurrido, las manos habían vuelto a comportarse normalmente, sin apartarse un ápice de su rol establecido. Igual que antes de ese frío día del carbón y los muchachos corriendo, sus manos tocaban, aplaudían, acariciaban, sujetaban, escribían cartas y palmeaban espaldas como siempre habían hecho.
Pero ese día, cuando sus ojos vieron venir a los chicos corriendo (eran rostros de frío, eran cuerpos de hambre, eran manos heridas de miseria, eran piernas enfermas de injusticia, eran ojos de muertos que caminaban, de muertos que corrían en busca de una pequeña brizna de esperanza, encerrada esta vez en ese negro carbón que viajaba silencioso por las vías) las manos obedecieron órdenes que su cerebro no había pronunciado. Con implacable lentitud montaron el arma, apuntaron, hicieron fuego. Cuando el chico cayó al suelo, no hubo remordimiento. No podía haberlo. Él no había hecho nada. Fueron las malditas manos, como gobernadas por alguien que de repente hubiera asumido el control, quienes hicieron todo eso de forma tan eficiente como rutinaria. Por eso ahora se mira tenazmente las manos, como tratando de descubrir algo que sabe imposible. Por eso casi no duerme, temiendo que alguna de estas noches las manos vuelvan a actuar por su cuenta, temiendo que esas manos de otro se deslicen furtivamente por su pecho y sigan subiendo, con infinito sigilo sigan subiendo hasta cerrarse blandamente en torno a su cuello, privándole poco a poco del aire y haciendo que el sueño se transforme en otra cosa aún más nebulosa, quizá un territorio de trenes y muchachos famélicos con ojos de hambre antiguo buscando un poco de carbón para calentarse en ese otro lado del que no se regresa.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com






-Próximas estaciones de escritura:

PLOMER    
-Por Ferrocarril Midland-

JUAN ATUCHA.  
–Por Ferrocarril Provincial-


***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Provincial:

JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

***

El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Midland:

KM. 55.    ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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